Los dos hilos: Análisis de las dos
historias
Ricardo Piglia
I: En
uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma
clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato
futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional
(jugar-perder-suicidarse), la
intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular
la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para
definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta
dos historias.
II: El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la
historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el
relato del suicidio). El arte del
cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la
historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo
elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la
historia secreta aparece en la superficie.
III: Cada una de las dos historias se cuenta de un modo
distinto. Trabajar con dos
historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad.
Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los
elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera
distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.
IV: En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato,
un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es
imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un
gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y
sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le
consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1
para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el
asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. “Uno de esos
tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar
cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.”
Lo que es superfluo en una
historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como
el volumen de Las mil y una noches en “El Sur”, como la cicatriz en “La forma
de la espada”) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina
narrativa de un cuento.
V: El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que
una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato
está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una
historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas
técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del
cuento.
VI: La versión moderna del cuento que
viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de
Dublineses, abandona el
final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las
dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo
cada vez más elusivo.
El cuento clásico a lo Poe contaba una historia
anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si
fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la
primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se
cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido
y la alusión.
VII: “El gran río de los dos corazones“,
uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia
2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción
trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la
narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la
elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la
anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde
se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo
de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero
escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII: Kafka cuenta con claridad y
sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta
convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”.
La historia del suicidio en la anécdota de
Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo
terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y
amenazador.
IX: Para Borges, la historia 1 es un
género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la
monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas
que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con
ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la
anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente
parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos
perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana,
contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario
Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la
duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único
que define su destino.
X: La variante fundamental que introdujo
Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada
de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que
construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia
visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una construcción
deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en “El muerto”,
con Nolam en “Tema del traidor y del héroe”.
Borges (como Poe, como Kafka) sabía
transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.
XI: El cuento se construye para hacer
aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre
renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca
de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir
lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de
lo inmediato”, decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido
en la forma del cuento.
44 CONSEJOS PARA JÓVENES ESCRITORES
Anónimo – Consejos
- Copiar
en fichas todos los finales que se nos ocurran para un relato así como sus
inicios, probar todas las combinaciones posibles y elegir la más eficaz.
- Contemplar
la vida, los hechos, los sentimientos, las cosas, las palabras… con
actitud de asombro, de extrañeza, y escribir a partir de las nuevas
percepciones que así tengamos de todo ello.
- Inventar
nuevas formas de enfocar nuestros actos cotidianos y escribir sobre ellos.
- Mirar
los objetos de nuestra casa como si pertenecieran a otro mundo y escribir
sobre la nueva forma de percibirlos.
- Inventar
un mundo en el que las personas hablen con las cosas y las cosas hablen
entre sí.
- De
entre todas las ideas que se agolpan en nuestra mente, apuntar una; la más
simple, la más atractiva o la primera que podamos atrapar, sin
preocuparnos por perder las restantes en el camino.
- Es
bueno relajarse unos minutos antes de comenzar a escribir, concentrarse en
la respiración, para dejar fluir los pensamientos; coger al vuelo palabras
que pasen por la mente y llevarlas a la página.
- Se
puede trabajar con listas existentes, tales como las del listín
telefónico, la carta de un restaurante o la cartelera de los cines.
- Plantearse
la mayor cantidad posible de formas de soledad existentes para desarrollar
en un texto la que más nos conmueva.
- Observar
lugares bucólicos y describirlos. Extraer noticias truculentas de
periódicos sensacionalistas y ambientar los sucesos en dichos lugares.
- Estar
alerta cuando nos sentimos angustiados para rescatar aquellas imágenes que
dan forma a la angustia.
- Escribir
sin estar pendientes del calendario, del reloj ni de lo que consigamos;
simplemente, hacerlo.
- Escribir
sobre un tema, elegido a conciencia, que nos produzca la más intensa e
íntima liberación.
- Imaginar
varias situaciones que ocurren en distintos lugares a la misma hora como
método para contar algo desde distintos puntos de vista.
- Repetir
un mismo itinerario mental en distintas ocasiones para comparar resultados
y recoger la mayor cantidad posible de material vivencial.
- Imaginar
un viaje de afuera hacia adentro y otro de adentro hacia fuera de uno
mismo y escribir “durante” el viaje.
- Planificar
un viaje interior por el territorio que sea más propicio para las
representaciones imaginarias.
- Practicar
el aislamiento durante un período programado de tiempo que puede ir desde
un día completo hasta una semana, un mes… y anotar lo que experimentamos
en ese lapso.
- Escribir
un texto a partir de la comparación de dos realidades: recuerdos, sueños,
experiencias vividas, sonidos, perfumes…
- Escribir
un texto a partir de semejanzas y diferencias que resulten de compararse
uno mismo con otra persona.
- Encontrar
las palabras que más placer nos produzcan o más significaciones nos
provoquen para constituirlas en componentes de una imagen.
- Apelar
a nuestros sentidos diferenciando aromas, sabores, sonidos, observaciones
y sensaciones táctiles de todo tipo para incluir en nuestra lista para
constituir imágenes.
- Dividir
un objeto en el mayor número posible de piezas que lo componen para jugar
con ellas en un texto, llamando al objeto por el nombre de algunas de esas
piezas o partes.
- Inventar
situaciones, personajes, conceptos que nos permitan transgredir las
funciones del lenguaje.
- Reunir
todo tipo de géneros y discursos y a partir del contraste entre dos de
ellos, para constituir una narración: noticias periodísticas, telegramas,
poemas, diálogos escuchados al pasar, etcétera.
- Analizar
todo tipo de palabras buscando la mayor cantidad de explicaciones posibles
que en torno a ellas nos aporta material para un texto o nos permite,
directamente, constituir el texto.
- Inventar
imágenes inexistentes, con mecanismos similares a los productores de
frases hechas, y desplegarlas literalmente en un texto.
- Tomar
una idea conocida y asombrarse frente a ella como si nos resultara
desconocida como método para conseguir material literario.
- Coleccionar
refranes de distintas procedencias para trabajar con ellos en un texto.
- Inventar
refranes y jugar con su sentido literal.
- Prestar
atención a los episodios cotidianos, y convertir cada mínimo movimiento
ocurrido en un espacio común -un bar, el metro, un edificio, la playa- en
un episodio capaz de desencadenar otros muchos.
- Elegir
momentos a distintas horas del día y describir todo lo que sentimos y lo
que sucede a nuestro alrededor, más cerca y más lejos.
- Inventariar
palabras a partir del alfabeto y crear entre ellas un itinerario, el
esqueleto de una historia.
- Tomar
todo tipo de secretos: un “secreto de familia”, un “secreto de confesión”,
“el secreto de estado”, “el secreto profesional”, como motores de un
texto.
- Hurgar
en nuestro mundo interior, rescatar de él algún aspecto que no nos
atrevemos a expresar y ponerlo en boca de un personaje.
- Confeccionar
una lista de afirmaciones y otra de negaciones como posible material para
un texto en el que se omita algo específico.
- Invertir
el mecanismo lógico: secreto/confesión, es una manera de enfrentar la
ficción. En consecuencia, partir de una confesión para luego inventar el secreto.
- Emborronar
folios durante diez minutos exactos cada día. Al cabo de cada mes (y por
ninguna razón antes) leer lo apuntado. Dicha lectura constituirá una grata
sorpresa para su autor. Dado que escribió asociando libremente, el
material acopiado será heterogéneo y muy aprovechable para ser
transformado en texto literario.
- Contar
lo diferente y no lo obvio de cada día.
- Trazarse
un boceto de escritura “en ruta” y atrapar las ideas susceptibles de ser
incorporadas a nuestra futura obra.
- Recopilar
anécdotas ajenas y apropiarse de algún detalle de cada una o de su
totalidad.
- Del
intercambio de textos con otros escritores pueden surgir propuestas y
comentarios reveladores.
- Imitar
una página del texto de un escritor consagrado y comprobar el ensamblaje
de las palabras.
- Rescatar
la espontaneidad del niño. Jugar y crear con todo lo que se tiene a mano.
CÓMO SER UN BUEN ESCRITOR
(19 consejos para un aspirante a escritor: Humor)
Anónimo – Consejos
- Lo
primero es conozer vien la hortografia.
- Cuide
la concordancia, el cual son necesaria para que Vd. no caigan en aquellos
errores.
- Y
nunca empiece por una conjunción.
- Evite
las repeticiones, evitando así repetir y repetir lo que ya ha repetido
repetidamente.
- Use;
correctamente. Los signos: de, puntuación.
- Trate
de ser claro; no use hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que
puedan jibarizar las mejores ideas.
- Imaginando,
creando, planificando, un escritor no debe aparecer equivocándose,
abusando de los gerundios.
- Correcto
para ser en la construcción, caer evite en transposiciones.
- Tome
el toro por las astas y no caiga en lugares comunes.
- Si
Vd. parla y escribe en castellano, O.K.
- ¡Voto
al chápiro!… creo a pies juntillas que deben evitarse las antiguallas.
- Si
algún lugar es inadecuado en la frase para poner colgado un verbo, el
final de un párrafo lo es.
- ¡Por
amor del cielo!, no abuse de las exclamaciones.
- Pone
cuidado en las conjugaciones cuando escribáis.
- No
utilice nunca doble negación.
- Es
importante usar los apóstrofos correctamente.
- Procurar
nunca los infinitivos separar demasiado.
- Relea
siempre lo escrito, y vea si palabras.
- Con
respecto a frases fragmentadas.
EL TONO NARRATIVO
Anónimo – Consejos
Las palabras dan emociones, pero, en
cualquier vuelo literario, las emociones nacen desde la voz del narrador.
Pueden ser voces irónicas, cínicas, desafiantes, persuasivas, desconfiadas,
enamoradizas, vengativas, melancólicas…
La voz del escritor sobrevuela el texto
desde el momento en que elegimos narrar un relato desde ahí, desde nuestro
particular punto de vista, pero lo que cuenta el narrador, “cómo lo dice” (tono
del discurso), es tan importante -o más- que “lo que dice” (argumento).
“En literatura, no oímos al narrador y,
por tanto, debemos estar atentos a otros índices de su actitud”, explica
Enrique Anderson Imbert en su libro Teoría y técnica del cuento.
Una frase literaria, dicha en tono
satírico, no significa lo mismo que expresada en tono frío o distante. Es como
un chiste: será más o menos gracioso no sólo por la anécdota en sí, sino más
bien por cómo la transmite la persona que la cuenta.
Por tanto, el tono de un relato es la
actitud emocional que el narrador mantiene hacia el argumento y hacia los
protagonistas.
La entonación crea un efecto de empatía en
el lector, porque, según el tono con que se cuente la trama argumental, ésta
puede expresar diferentes sentimientos.
No es el mismo discurso afirmar que
lloverá, dudar si lloverá o no lloverá o amenazar a alguien con que le lloverá
encima.
El tono del relato, en definitiva, puede
modificar la historia y forma parte del punto de vista desde dónde quiere
narrar el escritor. Cuando éste comienza un cuento, opta por una narración
concreta, elige desde qué narrador va a contarla (primera, segunda o tercera
persona), pero también desde qué sentimiento (tono) lo enuncia.
La creación de personajes
Anónimo – Consejos
Manejo
de elementos psicológicos para la creación
de caracteres perfectamente delimitables; asignación
de nombres a los personajes; el personaje anónimo;
el escritor como personaje.
de caracteres perfectamente delimitables; asignación
de nombres a los personajes; el personaje anónimo;
el escritor como personaje.
Básicamente,
un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta
podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje,
tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el
personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia,
para comprenderla cabalmente.
Cuando nos
referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de
personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos.
Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes
encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en
objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco
conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre
las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo:
en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto
original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje
principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por
animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo,
la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una
perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue
domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son
los días de la semana.
Como hemos
visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una
historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el
escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin
embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de
manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no
quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir
elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con
un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que
debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de
personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor,
que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en
la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.
Al
dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una
posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia
vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas
tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del
rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de
los débiles… Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el
punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en
la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las
características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.
En una
historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es
recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque
ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son
definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no
se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho,
los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las
personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la
ciencia sabe de la personalidad.
El
escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las
historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características
psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia
viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la
historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria
la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el
desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la
novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente
definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela
requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues
dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de
las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos,
por seres simples sólo determinados por un nombre.
Aunque no
hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes,
se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por
el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en
la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones
entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos se
van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje,
de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le
asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o
menor importancia en algún punto de la historia.
La
caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad,
independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en
elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor
peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede
dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización. En la
novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los
personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo
general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener
relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como
ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus
razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.
Otro
factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del
personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es
imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber
una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que
un personaje es definido simplemente por su actividad –el periodista, la
gran señora, el hombre- o por un apodo con el que le reconoce el
escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje
tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de
sus características.
Hay
quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel
del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar,
el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la
Maga. También los demás personajes la llaman así, pero en sus conversaciones
cotidianas algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte, así, que el
escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad,
por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos
personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El
personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características
que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando
el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera.
Otras combinaciones son más claras: Kafka,
obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a
sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan
casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K
-la primera letra del apellido del autor-, en algún cuento, Kafka asigna a sus
personajes nombres de variables matemáticas: A y B.
Muchos
escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los
personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan
nombres de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como
dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el
nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que
impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre
así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este
problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino
de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien
años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García
Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus
héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor
sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos
personajes como seres reales.
En algunos
casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es
factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla,
del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha
pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya
convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su
casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y
se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide
suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por
un profesor universitario, y que al leerlo se prometió a sí mismo visitar a
este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el
personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de
Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es
importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de
suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la
historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole
que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa
resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.
Recordemos
que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el
autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de
alguna u otra manera -en primera o en tercera persona- se encarga de contar la
historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el
mismo sea integrado como un personaje, y los resultados han sido bastante interesantes.
Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la
historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho
en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier
cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que
utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado,
previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos
autores.
Ortografía
Anónimo – Consejos
El idioma
El idioma es el conjunto de las palabras
con las que los individuos de un pueblo se comunican entre sí. Se ha dicho que
una de las principales cartas de identidad de un grupo humano es su idioma. Sea
que hablemos de lenguas habladas por millones de personas, como el castellano o
el inglés, o de dialectos usados por grupos tribales para designar las
maravillas de su cotidianidad, el idioma es la herramienta que ha dado al ser
humano superioridad sobre las demás especies, al permitir trasmitir
conocimientos de una persona a otra, o a otras.
Las reglas de todo idioma están contenidas
en dos disciplinas entrelazadas: la ortografía y la gramática. La ortografía se
ocupa de la disposición de los signos del idioma -las letras y sus
modificadores, como el acento, el punto, la coma- para el correcto
entendimiento de las palabras, y atañe en última instancia al lenguaje escrito;
la segunda es más compleja, pues dictamina las relaciones que existen entre las
palabras para producir la frase, la versión escrita de nuestras ideas, y atañe
tanto al lenguaje hablado como al escrito.
La ortografía y la gramática son,
entonces, el esqueleto del idioma. Son establecidas formalmente por los
estudiosos de la lengua, pero en realidad tienen su fundamento último en la
manera como los pueblos hablan. A lo largo de los siglos, el idioma experimenta
un verdadero proceso de evolución que se alimenta del habla del hombre común
más que de las reglas dictadas por los filólogos. El idioma muta,
constantemente cambia su forma, porque la gente lo enriquece añadiendo palabras
o combinando las ya existentes, importando vocablos de otras lenguas y en
ocasiones hasta sustituyendo palabras que se ignoran con otras que sólo tienen
significado para un grupo, una familia o hasta para un solo individuo.
Paradójicamente, este proceso suele ser designado comúnmente con la palabra
degeneración.
Nuestro idioma es el español, o castellano
si atendemos al reclamo que nos recuerda que nuestra lengua nació en la antigua
provincia de Castilla. Evolucionó a partir de la mezcla procurada por diversas
y sucesivas invasiones a la Península Ibérica, donde hoy están las naciones de
España y Portugal. Para que se sentaran las bases de lo que hoy conocemos como
nuestro idioma, fue necesario que los romanos tomaran en su poder la península
en 218 a.C., conquistada tiempo antes por los cartagineses. Los romanos
impusieron un nuevo nombre para la antigua Iberia, que pasó a llamarse
Hispania, y como era de esperarse, por haber sido la actitud en los otros
pueblos conquistados, impusieron también su lengua, el latín. Éste se hizo de
uso masivo en la región y en relativo corto tiempo desaparecieron todas las
lenguas ibéricas, a excepción del vasco -que aún en nuestros días se usa.
También el latín habría de desaparecer,
pues con los siglos este idioma sufrió también el mismo proceso de
transformación por el que necesariamente tiene que pasar toda lengua humana. En
un principio se vio modificado por las lenguas ibéricas que pretendió
sustituir, y los romanos establecidos en la península adoptaron un acento
distinto al original. El latín hablado en la región poco a poco perdió el uso
que se le daba a las letras f y v, y articulaba distinto la letra s. La f
latina, utilizada como letra inicial de muchas palabras, se convirtió en la h
que hoy conocemos. Palabras como hijo y hacer provienen de sus pares filium y
facere.
Estas modificaciones, que originalmente se
debieron al uso popular de la lengua, se convirtieron con el paso del tiempo en
grietas importantes en la manera como pueblos diversos, conquistados todos por
Roma, terminaron hablando el latín. El idioma original permaneció inmutable,
atado a sus reglas ortográficas y gramaticales con las que aún hoy se enseña
académicamente. Pero el idioma hablado en la calle por mercaderes y campesinos
se alimentó de las peculiaridades de cada región y dio vida a varias lenguas
que serían llamadas romances: el castellano, el francés, el italiano, el
portugués, el rumano, el catalán y otras menos conocidas como el dalmático -hoy
lengua muerta-, el sardo o el provenzal. Estas lenguas iniciaron sus propios
procesos de evolución, con toda libertad, a partir del siglo V, cuando cae el
imperio romano de occidente.
En 415 d.C. llegan a la península cien mil
visigodos, que tenían la más avanzada civilización germánica. La influencia de
su cultura en nuestro idioma fue relativamente pequeña dado que por más de un
siglo se mantuvieron reacios a establecer contactos con otros pueblos cercanos.
De ellos conservamos algunas palabras que hoy reconocemos automáticamente como
nuestras y que jamás pensaríamos provenientes de las raíces del alemán actual,
como orgullo, ropa, garbo o guerra.
En 622 el profeta musulmán Mahoma lanza a
su pueblo a una guerra santa con la finalidad de implantar la doctrina de Alá,
contenida en el Corán. Los musulmanes eran guerreros feroces y en poco tiempo
llegaron a dominar grandes territorios, adentrándose inclusive en Europa. A la
Península Ibérica llegaron en 711 y en pocos años completaron el proceso de conquista
de todos sus pueblos, a excepción de una pequeña reserva cristiana oculta en
las montañas del norte. Estos cristianos emprenderían un proceso llamado
Reconquista, que vio cumplido su objetivo sólo después de ocho siglos y entre
cuyos personajes heroicos se encuentra el famoso Cid Campeador, Ruy (Rodrigo)
Díaz de Vivar.
Esos ochocientos años de predominio árabe
dieron a la cultura española gran parte de los elementos que la conforman hoy
en día. No fue un período de guerra continua y en las épocas de paz relativa se
incrementaban las relaciones entre españoles y árabes. Había grupos de árabes
viviendo entre españoles y viceversa, así como individuos de uno y otro pueblo
que abrazaban la religión del que la historia había colocado como adversario.
La gran influencia árabe que derivó de estas relaciones funcionó también en el
idioma. Es así como la gran mayoría de los nombres que usamos quienes nacimos
en países de habla hispana tienen raíces árabes, y un alto porcentaje de
nuestras palabras, especialmente las que empiezan con la letra “a”, vienen
directamente del árabe: albañil, arroba, albóndiga, almíbar, alcabala, aldea.
La Reconquista no fue un proceso fácil,
pero tampoco esperó mucho tiempo antes de obtener su primera victoria, que fue
el establecimiento del reino de Asturias en 718, después de que don Pelayo
venciera a los moros en Covadonga. Los cristianos fueron recuperando poco a
poco los territorios que los árabes les habían arrebatado. Hacia fines del
siglo XI, la provincia de Castilla, creada después de que sus territorios
fueran independizados del dominio ejercido por los reyes de Asturias y León,
ejerce hegemonía política sobre otras provincias cristianas. Antes de Castilla
la provincia principal había sido la de Navarra, antes la de León y mucho antes
la de Asturias. Cada período tuvo también su lengua preponderante. El
castellano se impuso cuando Castilla logró alcanzar la máxima importancia
política, y definitivamente empezó su proceso evolutivo como lengua unificadora
de regiones cuando el reino castellano echó a los árabes de Granada y, por
añadidura, dio nuevos horizontes a la cristiandad española al anexarse los
territorios conquistados en las Américas, ambos hitos en 1492.
Para el momento en que Granada es
reconquistada, y con ella recuperada España toda, ya el castellano era una
lengua de uso común entre el pueblo y los ámbitos cultos. En 1140 ya se había
escrito la primera gran obra en nuestro idioma, el Cantar del Mío Cid, poema
épico que exalta al héroe Rodrigo Díaz de Vivar. En el siglo XIII, el poeta
culto Gonzalo de Berceo, clérigo educado en San Millán, desafiaba el uso del
latín en la Iglesia escribiendo su poesía en castellano, idioma, como escribió,
en cual suele el pueblo “fablar con su vezino”. Por la misma época, Alfonso X el
Sabio ordena el empleo oficial del castellano en la redacción de documentos
públicos y en los anales históricos, labores antes desarrolladas en latín. Se
reconoce esto como el nacimiento formal del idioma castellano.
El
idioma y el escritor
La creación literaria ha sido uno de los
medios más efectivos para la difusión de nuestro idioma. De hecho, fue por
mucho tiempo, después de la manipulación de la lengua por parte de la gente
común, el factor más influyente en la solidificación y divulgación de los patrones
que rigen el idioma. Hoy, además de la literatura y del habla vulgar, el idioma
fluye a través de los grandes medios de comunicación y particularmente en
nuestra década empieza a olvidarse de las fronteras al irrumpir las grandes
redes electrónicas lideradas por Internet.
Al ser el idioma la sustancia con la que
trabaja el escritor, éste mantiene una relación necesaria con aquél. Aunque no
es un requisito imprescindible para ser buen escritor, el dominio del idioma
brinda un arma invaluable. No es un requisito imprescindible por varias
razones, pero particularmente porque el escribir de la manera correcta las
palabras sólo cubre el aspecto técnico de la literatura. Los otros elementos de
la literatura no dependen directamente de las reglas idiomáticas. La
importancia real de conocer a fondo el idioma está en la posibilidad de
experimentar múltiples formas de expresar sensaciones, narrar situaciones o
describir el entorno. Para uno y otro lado, los extremos son dañinos: el
escritor que se valga únicamente del factor creativo a lo sumo podrá crear
material para la lectura de evasión, para el entretenimiento; el que se apoye
exclusivamente en el dominio del lenguaje se volverá inaguantable y seguramente
su lenguaje será rebuscado; el escritor que logre establecer un vínculo de
equilibrio entre lo que escribe y cómo lo escribe, estará en capacidad de
generar un juego de interacción con sus lectores. Ésta es, a nuestro juicio, la
mejor forma de hacer literatura.
En nuestra época, el castellano se ha afianzado
como uno de los idiomas más importantes del mundo. Se lo enseña en
universidades de países no hispanoparlantes y el desmesurado crecimiento
demográfico de los asentamientos hispanos en otros horizontes ha dado un peso
insospechado a nuestra lengua. Sin embargo, esto ha convertido al castellano en
un ente cargado de reglas nada sencillas de aprender, a lo que se suman las
dificultades que ocasiona el hecho mismo de encontrarse en constante e
hirviente evolución.
Nuestro idioma, como varios otros idiomas
occidentales, se basa en veintiocho letras -contamos aquí las letras ch y ll- y
varios signos de puntuación. Cada una de estas letras tiene sus propias reglas
de uso; lo mismo ocurre con los signos. Las letras nos dan el fundamento básico
de lo que se dice y los signos son modificadores que contribuyen a dar la idea
correcta de la entonación en que las palabras deben ser pronunciadas.
La
acentuación
Las reglas más sencillas de aprender son
las de acentuación. Se conoce como acento el signo que se coloca sobre algunas
vocales para indicar determinada entonación de una palabra. Pero el concepto
real de acento va más allá del signo, bifurcándose académicamente en acento
ortográfico, el que se escribe, y acento prosódico, el simple hincapié en la
entonación de una sílaba. Éste es el más importante de conocer, dado que al
aprender a localizar la sílaba en la que cada palabra se pronuncia con mayor
énfasis brinda la posibilidad de saber cuándo el acento debe escribirse y
cuándo no.
Todas las palabras contienen una sílaba en
la que la entonación debe hacerse más elevada. Esto sucede por la dinámica
misma que el lenguaje adquiere en boca del hablante: es inusual decir todas las
palabras en un solo tono. La aparición del acento ortográfico, el pequeño
apéndice que solemos colocar sobre algunas vocales, se debe a que, según la
palabra que se escriba, la entonación puede dar uno u otro significado, o dar
un significado real en un caso y aniquilar cualquier significado en otro. Si
escribimos dolor cualquiera podrá comprendernos; si agregamos un acento y
escribimos dólor, y de hecho lo pronunciamos con mayor énfasis en la primera
sílaba, desaparece todo significado. Cuando alguien escribe terminó cualquiera
puede entender que hay algo que llegó a su fin; si se escribe término, la
referencia es al fin mismo, y no a la acción de llegar a ese fin. Si
comprendemos estos hechos simples ya hemos cubierto el primer paso para dominar
la acentuación.
Por otro lado, las palabras se dividen en
sílabas. Las sílabas son las moléculas de las palabras. Si recordamos algunos
fundamentos de física, una molécula es la partícula más pequeña que conserva
los elementos existentes en una sustancia. En las palabras existe un elemento
indispensable: las vocales. Las consonantes dan complemento a aquéllas, pero no
se necesitan en todos los casos. Las palabras que sólo tienen una letra son
todas con vocales, como las conjunciones “o” y “e” o la preposición “a”. Aún en
el caso de la letra “y”, que puede ser usada como una conjunción, pierde su característica
de consonante cuando es pronunciada sola, recuperándola cuando forma parte
principal de una sílaba, como en yelmo o leguleyo. Así que la localización, en
una palabra, de las sílabas, viene dada por la forma como la palabra es
pronunciada. Existen pausas mínimas, casi imperceptibles, que ocurren cuando
hablamos, y que son literalmente las fronteras que existen entre las sílabas.
Cuando tenemos dudas sobre las sílabas que componen determinada palabra, las
mismas quedan disipadas cuando la pronunciamos lentamente. Esas fronteras
minúsculas aparecen de manera nítida y el concepto de sílaba toma, finalmente,
forma. Las palabras de nuestro idioma tienen generalmente una, dos o tres
sílabas, siendo menos frecuentes las de cuatro, cinco o más. No ocurre lo mismo
en otros idiomas: el alemán se nutre de la unión de varias palabras para crear
expresiones que para nosotros serían larguísimas. En castellano, cualquiera
conoce palabras de muchas sílabas: un gran porcentaje de ellas son palabras
compuestas. Submarino, agridulce, fundamentalmente, y en general todas las
palabras que definen la manera en que ocurre algo, terminadas en “mente”. Ya
hemos cubierto el segundo paso.
Si prestamos atención, podemos localizar,
en cada palabra que pronunciamos, una sílaba en la cual el tono de voz se eleva
un poco sobre el resto. A esto los académicos le han dado el nombre de sílaba
tónica, pues es la sílaba que lleva la responsabilidad de determinar el
significado de la palabra, por lo que comentamos algunas líneas más arriba. La
sílaba tónica diferencia a la palabra a la que pertenece de otras con
ortografía similar. La localización con éxito de la sílaba tónica de una
palabra es un ejercicio necesario para terminar el aprendizaje de las reglas de
acentuación. En nuestro idioma elevamos el tono de la mayoría de las palabras
en la última o en la penúltima sílaba. Si damos revista a todas las palabras
que terminan en “ión” -acción, organización, ilustración-, o a las que terminan
en “tura” -altura, cultura, pulitura-, podemos darnos una idea de la
importancia de este hecho dada la cantidad de palabras de esta naturaleza que
usamos a diario. También son muy comunes, aunque en menor número, las palabras
cuya sílaba tónica es la antepenúltima, como óvalo, áspero o sílaba, y muchas
formas verbales cuando se pronuncian en segunda persona, como úsalo, alábale o
amárralo. En nuestro idioma no se emplean sílabas tónicas más allá de la
antepenúltima sílaba, excepto en ciertos casos de palabras compuestas que, si
son bien analizadas, tienen una especie de doble acentuación, como
“especialmente” -en cial y men.
Estas diferencias entre la posición que la
sílaba tónica ocupa en cada palabra permite establecer una clasificación de
tres tipos de palabras. A las palabras que pronunciamos con tono más elevado en
la última sílaba se les da el nombre de agudas; las que tienen este tono en la
penúltima, graves (también conocidas como “llanas”); y las que tienen el tono
en la antepenúltima, esdrújulas. Son agudas palabras como parar y camión, aunque
ésta se escriba con acento y aquella no, porque a ambas les damos mayor
entonación en la última sílaba. Son graves (llanas), bajo las mismas
condiciones, las palabras lápiz y huerto. Las esdrújulas, todas las esdrújulas,
se escriben con acento, por lo que son las más fáciles de escribir
correctamente. La misma palabra esdrújula es esdrújula. El tercer paso está
cubierto.
Ahora bien, el problema con todo esto no
está simplemente en saber cuál es la sílaba tónica de una palabra, sino en
saber cuándo el acento debe ser escrito. Es lógico: aunque no sepamos cuál es
la sílaba tónica de la palabra “trato”, no importaría porque esa palabra no
lleva acento ortográfico y nadie se dará cuenta de nuestra ignorancia. El caso
es que hay palabras que deben llevar acento ortográfico y si lo colocamos mal o
lo obviamos, podemos no sólo delatar nuestro desconocimiento delante de quienes
sí conocen las reglas de acentuación, sino además dar una idea errada de lo que
queremos decir.
La presencia del acento ortográfico está
determinada por la existencia de ciertas características en las sílabas que
componen una palabra. En el caso de las palabras agudas, la regla más fácil de
recordar es que toda palabra cuya sílaba tónica sea la última, y que termine en
vocal, se escribe con acento. Lo cual puede ser simplificado así: toda palabra
aguda que termine en vocal se escribe con acento. Es por esto que se acentúan
las palabras maní, lloré y afiló. La otra regla concerniente a las palabras
agudas es que toda palabra aguda, y que termine en “n” o “s”, se escribe con
acento. Las palabras agudas que terminen en r, como los verbos -cerrar, matar,
llover-, no llevan acento, pues no terminan en “n” ni en “s”. Es útil conocer
esto, pues se suele cometer el error de escribir “capáz” cuando, al no terminar
en n, s ni vocal, realmente no lo lleva. Mucha gente, cuando aprende estas dos
reglas, se sorprende de que algo tan sencillo sea rehuido por considerársele
algo muy complejo.
El caso de las palabras graves (llanas) es
opuesto. Las dos reglas que valen para las palabras agudas se ven ante un
espejo cuando hablamos de las graves (llanas). En las palabras graves (llanas),
la regla a recordar será que toda palabra grave (llana) se escribe con acento,
siempre que no termine en vocal, en “n” ni en “s”. Por esto, se escribe el
acento en las palabras revólver, pómez y lémur. Igualmente, por la misma razón,
y contra lo que mucha gente supone, no se acentúa la palabra “canon”. Tampoco
se acentúan las formas verbales tales como realizaron, lograron, llegaron, que
muchos escriben realizarón, lograrón o llegarón, principalmente porque suelen
confundirse con palabras agudas que si se acentúan.
Ahora que hemos comprendido estas reglas
concernientes a las palabras agudas y graves (llanas), y recordando que absolutamente
todas las esdrújulas se escriben con acento, ya hemos cubierto el cuarto y más
importante paso en el aprendizaje de las reglas de acentuación.
El quinto y último paso es el que se
refiere a las excepciones. Es el verdaderamente complejo, porque la mayoría de
las excepciones a estas reglas aplican a casos específicos y no siempre es tan
claro. Generalmente, las excepciones de acentuación vienen dadas por la
existencia de palabras con dos o más significados. Las palabras de este tipo
más fáciles de reconocer son los monosílabos. Éstos por regla general no se
acentúan, pues se considera innecesario escribir el acento en una palabra
compuesta sólo por una sílaba. Las palabras vio, dio y fue no se escriben con
acento, al contrario de lo que la mayoría de la gente supone. Pero tomemos el
ejemplo de la palabra “más”: escrito así, con acento, se refiere a una adición
o a una mayor cantidad de algo. Pero cuando se le escribe sin acento es un
sinónimo, de uso frecuente en literatura, de “pero”. Lo mismo sucede con “te”
(forma pronominal de segunda persona como en “te doy una canción”) y la hora
del “té” (la bebida). En palabras con más de una sílaba, el caso más claro es
el de “sólo” (sinónimo de únicamente) y “solo” (sin compañía de ninguna otra
persona). Las formas interrogativas añaden también sus acentos a las palabras
de las que se valen: “como”, sin acento, se usa para comparar dos o más
elementos (era rojo como la sangre), pero cuando escribimos “cómo”, con el
acento, se pasa a inquirir algo. Esto es independiente de que en la oración
existan signos de interrogación: lleva acento ortográfico la palabra “cómo” en
estos casos: “¿cómo estás?” y “les diré cómo llegué hasta aquí”. Aunque la
segunda frase no es una pregunta, sino una afirmación, la misma encierra una
forma interrogativa. Estos mismos ejemplos valen para “quién y quien”, “cuándo
y cuando”, “dónde y donde”, “qué y que”.
El caso de porque” también presenta
algunas peculiaridades dignas de estudio. “Porque” es una palabra compuesta,
creada con “por” y “que”. Cuando ambas se escriben juntas, “porque”, es una
conjunción que antecede a la razón o motivo de algo. Decimos: “llegamos tarde
porque había mucho tráfico”. Dos frases quedan unidas por “porque”, siendo la
segunda una explicación del motivo de lo que ocurre en la primera. Pero existe
un caso en el cual esta palabra se escribe acentuada, y es cuando funciona como
sinónimo de razón o motivo. Esto suele confundir a la gente con la anterior
acepción, pero en realidad la diferencia está en el contexto de la frase.
“Porqué” con acento se usa, por ejemplo, en este caso: “El profesor explicó el
porqué de las bajas notas del curso”. Lo cual no podría confundirse, bajo
ningún concepto, con una conjunción que anteceda a la razón o motivo de algo.
Separadas, “por” y “que” son usadas para otros fines. “Por que” sin acento, se
usa para expresar la intención de que algo suceda de determinada manera. Por
ejemplo, se puede utilizar en: “Mis mejores deseos por que tenga una feliz
navidad”. También, en: “El funcionario debe velar por que se cumpla la ley”.
Cuando se escribe “qué” con acento, sirve como forma interrogativa para
inquirir la causa de algo. Como mencionamos en el párrafo anterior, una frase
en forma interrogativa no necesariamente lleva los signos de interrogación. Son
frases en forma interrogativa, usando “por qué”, las siguientes: “¿Por qué
llegas a esta hora?”, y “El señor pregunta por qué no hay habitación”.
Una excepción que no se debe pasar por
alto es la que se aplica cuando las palabras este, esto, aquel y sus
respectivos plurales sustituyen al sujeto en una oración, con la expresa
finalidad de no volver a nombrar el sujeto. Normalmente estas palabras no se
acentúan: “este” se debe escribir sin acento en “este automóvil es mío”. Pero
en este caso: “había un automóvil rojo y otro blanco; éste fue el que compré”;
se escribe el acento porque “éste” sustituye al automóvil blanco. Algo parecido
sucede con el y él: el primero se escribe sin acento cuando se trata del
artículo (el automóvil) y con acento cuando sustituye al sujeto (él llegó
ayer). También observamos esto con tu (tu casa) y tú (tú tienes algo), así como
con mi (mi cuaderno) y mí (eso es para mí).
Hay otras dos excepciones importantes y se
refieren a las palabras graves (llanas). Ya hemos visto que éstas no llevan
acento ortográfico cuando terminan en vocal, en n o en s. Para comprender el
próximo caso es necesario saber que las vocales se dividen en dos grupos: las
vocales abiertas y las cerradas. Las abiertas son la a, la e y la o. Las
cerradas son la i y la u. Cuando la palabra grave termina en dos vocales, la
primera cerrada y la segunda abierta, y la sílaba tónica es la cerrada, se
escribe el acento. Es el caso de “comía, dormía o ganzúa”. La otra excepción
con palabras graves que queremos comentar aquí es la correspondiente a las
palabras que terminen en n o s, siendo una consonante la letra previa a éstas.
Por ejemplo, en bíceps o en fórceps. Aunque son graves y terminan en s, se
acentúan porque la letra anterior a la s es otra consonante, en ambos casos la
p.
El
correcto uso de las letras
La parte más difícil de la ortografía
consiste en aprender el uso correcto de cada letra. Muchas de las letras de
nuestro abecedario tienen usos específicos y aunque en principio debe aplicarse
un gran esfuerzo en aprender estas reglas, luego de un tiempo se vuelve un
ejercicio interesante dado que observamos ejemplos en todas partes. El problema
es que en nuestro idioma hay letras que se pronuncian de manera muy parecida
pero que se usan de forma distinta de acuerdo al entorno en que se enmarcan.
Particularmente en Latinoamérica, se ha perdido la diferencia entre la
pronunciación de las letras “c”, “z” y “s”, así como en las letras “b” y “v”, y
en un caso de la “g” y la “j”.
En el caso de la c, la z y la s, se haría
difícil para alguien inexperto saber si la palabra pacer debería escribirse
pacer, paser o pazer. Para resolver esto se han creado ciertas reglas cuyo
grado de dificultad estriba en su abundancia y no en otra cosa. Citaremos aquí
algunas de estas reglas sólo como referencia:
La c: verbos con terminaciones hacer,
recibir, decir y conceder; sustantivos que terminan en homicidio, catolicismo y
latrocinio; algunas palabras esdrújulas que terminan en: cómplice, cetáceo y
lícito; muchos vocablos que terminan en prudencial, enjuiciar, ocioso,
malicioso, calvicie, juicio, las palabras que terminan en abundancia,
advertencia; los plurales de las palabras que terminan en z: lápiz, lápices;
paz, paces.
La s: vocablos que terminan en: muchísimo,
dantesco, mesura, despotismo, crisis; los adjetivos que terminan en famoso,
decisivo, nicaragüense; los sustantivos femeninos que terminan en alcaldesa,
pitonisa; terminaciones como la de las palabras conclusión, propulsión; las
combinaciones incorporadas en algunas inflexiones verbales: saltase, cubriese;
los vocablos que contienen las combinaciones segmento, signo; y, por supuesto,
como letra final de la mayoría de los vocablos castellanos.
La z: derivados de nombres terminados en
portazo, melaza, maizal, pastizal, castizo, cobertizo, levadizo, pozuelo,
cazuela; muchas palabras agudas como capataz, viudez, lombriz, arroz, arcabuz;
las inflexiones correspondientes a los verbos terminados en nazco, padezco,
conozcas, conduzco.
La h: cuando se trata de palabras que
comienzan por los diptongos hialino, hielo, hueso, huidizo, hioides; en las
palabras que comienzan como humano, horror, hombro; en las palabras que
comienzan por raíces griegas, como hipopótamo, hidrografía, hipertrofia,
hipnótico; se mantiene en los derivados de palabras como vehículo, enhebrar,
vahído, truhán, anhelar, inhumano.
La b: palabras que terminan en recibir,
debilidad, nauseabundo; las que llevan las combinaciones brumosa, blasfemia,
cable; las formas del copretérito de los verbos de la primera conjugación como
mendigaba, hechizábamos, realizabais; las que comienzan con el prefijo
bilingüe, bisectriz, bizcocho; los vocablos que comienzan con budismo,
burbujas, búsqueda; los vocablos que comienzan con objetar, abstraído.
La v: palabras que comienzan con
ventisquero, vertebrado, vestíbulo; en el presente del indicativo, del
subjuntivo y el imperativo de los verbos estar, ir, andar y tener: vamos,
estuve; vocablos precedidos en las consonantes n, d y b: invitación, advertir,
obviar; después de cierva, siervo, servicio, divino, levadizo; vocablos
terminados en herbívoro, equívoco; sustantivos y adjetivos que terminan en
cava, inclusive, leva, grave, negativa, nocivo, nueve.
La g: palabras que terminan en agencia,
urgente; vocablos que comienzan con el prefijo geo (tierra): geografía,
geológico; infinitivos verbales con terminación er, ir, como escoger, corregir;
antecediendo en regente, gesto; en los adjetivos que terminan en vigésimo,
trigesimal, primogénito, octogenario; en las palabras que terminan como magia,
elogio, religión.
La j: sustantivos que terminan en
engranaje, relojería, consejero, extranjera; en el pretérito indefinido del
indicativo y en el futuro y pretérito imperfecto del subjuntivo, de los verbos
traer y decir: trajiste, dijo, trajera, dijéramos, trajese, dijese, trajere,
dijere; en los verbos que terminan en ger, gir, cambia la g por j delante de a
y o: recoger, corregir, recojo, corrijo, recoja, corrija; delante de a, o, u,
como en maja, joroba, juglar; los verbos hojear y enrojecer que derivan de hoja
y rojo.
La m: antes de p y b: diciembre, hombre,
campestre, cumplido; antes de n: alumno.
La r: tiene sonido fuerte cuando se usa
como comienzo de palabra: rincón, rápido; se escribe simple, aunque suene
fuerte, después de consonante: enredo, subrayar; se escribe doble, para que
produzca sonido fuerte, entre vocales: arrozal, carreta.
La x: en la formación de los prefijos ex
(fuera de) y extra (además de): extemporáneo, extraordinario.
La ll: en la formación de las palabras que
incluyen las partículas calleja, camello, fuelle, pajarillo, canastilla.
Es importante saber que todas estas reglas
tienen algunas excepciones y además algunos usos particulares adicionales a los
que aquí mostramos. Pero el presente texto no pretende ser una guía sobre esto,
sino apenas una simple referencia, por lo que invitamos al lector a reflexionar
sobre estos temas haciendo las comparaciones de rigor con textos que tenga a la
mano o, inclusive, con un diccionario.
Los
signos de puntuación
El tercer elemento a analizar en todo esto
son los signos de puntuación. Añadidos al idioma escrito con la idea de
representar las diferencias de velocidad o entonación que solemos hacer en el
lenguaje hablado, los más conocidos son el punto, la coma y los signos de
interrogación y exclamación. Son los más fáciles de usar.
La coma (,) es la representación de una
breve pausa que haríamos si la frase escrita fuera pronunciada. Se usa para
unir elementos en una descripción y se elimina cuando se llega al elemento
final y debe ser usada la conjunción “y”: la casa, los árboles y el automóvil.
Sería incorrecto escribir la casa, los árboles, y el automóvil. Igualmente,
cuando se dicen varias frases cortas en una misma oración, deben ser separadas
por comas: “gritos desesperados, rostros llorosos, miembros rígidos: era la
desolación”. Se usa coma también cuando se construye una frase a la manera del
antiguo vocativo latino: “Roberto, corre a casa”. Esto implica también el uso
de coma en la frase “corre, José, corre”. Se usa también cuando se omite el
verbo: iremos a la playa, ustedes también (decimos que se omite el verbo porque
la frase es una forma abreviada de decir iremos a la playa, ustedes irán
también). Igualmente, cuando se intercala una frase que explica algo que tiene
que ver con la que le sirve de alojamiento: las puertas del Ayuntamiento,
declaró el alcalde, estarán abiertas. También se debe usar coma cuando se
trasponen los elementos de una oración: a tempranas horas de la mañana, yo lo
leía. Y, finalmente, cuando se escribe una conjunción adversativa: la
encomienda llegó, no obstante, se quedaron algunos objetos.
El punto y coma (;) define una pausa mayor
que la de la coma. Es el término medio entre la pausa representada por la coma
y la representada por el punto. Suele separar oraciones de sentido opuesto
(todos convenían en la necesidad de decir siempre la verdad; excepto Pedro, el
mitómano) o que, siendo largas, guarden entre sí estrecha relación (ya no
volverás a soportar la inmunda carga maloliente de mi suciedad y mi embriaguez;
ya podrás almacenar todos los días, rincón oloroso a cedro de Perijá). El punto
y coma se utiliza también para separar ideas cuando sirven de explicación a los
elementos de una descripción (los ojos, azules y grandes; la boca, carnosa y
provocativa; las manos, blancas y suaves). También se usa antes de luego, sin
embargo y no obstante, y con menor frecuencia antes de pero y mas.
Los dos puntos son una pausa un poco más
larga que el punto y coma que funciona como anuncio de que una frase que debe
ser tomada en cuenta para entender la anterior está por ser pronunciada (lo
comprendí entonces: había llegado mi fin), o para hacer una cita textual
(Bolívar dijo: «Moral y luces son nuestras primeras necesidades»), así como
para marcar el inicio de una enumeración (había muchas personas: desde
mercaderes hasta marineros, desde niños hasta ancianas, desde doctores hasta
campesinos). Algo importante es que la presencia de los dos puntos no quiere
decir que la palabra siguiente deba iniciar con mayúsculas. Este es un error
bastante común.
El punto representa la pausa más larga de
todas. Marca el final de una frase y el inicio de otra. También se usa para
indicar una abreviatura, excepto cuando la misma es la abreviatura de alguna
unidad de medida.
Otros
signos de puntuación de usos más específicos:
Exclamación e interrogación: identifican
una exclamación o una pregunta directamente. Se escriben al abrir y al cerrar
la exclamación o la pregunta: ¿está muy cerca? ¡ya viene! La presencia del
signo de exclamación o de interrogación implica que, si está al final de una
frase, el punto desaparece absorbido por el que ya incluye el signo en su parte
inferior. Esto no ocurre cuando el signo que debe seguir es una coma o
cualquier otro, y se mantiene.
Paréntesis: se utilizan abriendo y
cerrando una expresión que amplía la posibilidad de comprender una frase
específica. El hombre caminó (nunca había corrido) lo más rápido que pudo.
Comillas: destacan palabras o giros (le
llamó «dotol») y reproducen citas textuales (dijo, mirándome: «No tienen nada
que ver»). También encierran títulos de partes de obras, títulos de revistas y
periódicos. En algunos casos indican que se está empleando un vocablo
extranjero. Es un error usar las comillas para destacar la importancia de una
frase en particular.
Guion largo: sirve para indicar la
aparición de un diálogo en el texto o como los paréntesis, encerrando en sí una
frase dentro de otra que funge de principal. En el primer caso, el guion se
coloca al principio del párrafo y no se cierra al terminar el diálogo:
-Dime qué piensas, hermana.
Esta frase puede a su vez ser interrumpida
por el narrador añadiendo un nuevo guion largo, que se cerrará sólo si la frase
contenida en él no está al final del párrafo:
-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño,
con lágrimas en los ojos-, me tienes preocupado.
Como vemos, se mantiene la presencia de
cualquier signo de puntuación que, de no existir el guion,
se hubiera colocado en ese punto de la frase. El tercer caso es cuando la frase
que se inserta en el diálogo termina el párrafo:
-Dime qué piensas, hermana -dijo el niño.
En este último caso, el guion no se
cierra, pues el punto y aparte cumple la función de cerrarlo automáticamente.
Cuando el guion trabaja como un paréntesis,
la sintaxis es básicamente la misma comentada. Agregaremos que en este último
caso, el guion deja de cerrarse cuando le sigue un punto y seguido o un punto y
aparte, a diferencia del caso anterior, donde deja de cerrarse sólo con el
punto y aparte.
Guion corto: separa las sílabas al final
de una línea. También se usa en la escritura de las palabras compuestas
separadas.
Diéresis: dos puntos que se colocan sobre
la u cuando ésta se encuentra entre “g” y “e” o “i” (aragüeño, Güiria).
Llaves: agrupan contenidos en cuadros
sinópticos.
Corchetes: indican que lo que se encierra
en ellos puede quedar fuera del discurso, se está declarando fuera de contexto.
Asterisco: hace una llamada que luego el
lector debe seguir al final de la página o del texto.
Recursos y ornamentos poéticos
Anónimo – Consejos
Términos descriptivos generales:
1. Manierismo: el procedimiento general de
decorar los versos con varios ornamentos poéticos o retóricos que se
multiplican excesivamente en el barroco, algunas veces se confunde con el
barroquismo.
2. Culto, culterano, culteranismo: la
actitud artística del barroco que busca la razón del arte en el arte mismo, y
que dicta que la obra sea escrita para un público ya culto.
3. Gongorismo, gongorino: el o lo que
busca su modelo en la obra poética de Luis de Góngora, el protoculto.
4. Concepto, conceptista, conceptismo: un
juego de palabras o conjunto poético dependiente de la sorpresa o agudeza
ingeniosa. Por ejemplo, comentar la triple negación de San Pedro (la noche del
viernes santo):
“¿No había que cantar el gallo, viendo tan
grande gallina?”
5. Llano: la tendencia de escribir poesía
más popular que conceptista o culterana tal como la obra de Lope de Vega frente
a la de Góngora o Quevedo.
Ornati o recursos específicos:
1. Ablativo absoluto: el empleo del
participio perfecto con fuerza de toda una cláusula adverbial.
Ejemplo: Hecho ya el trabajo se fue.
2. Acumulación: la abundancia de detalles
amontonados.
Ejemplo: Cuán frágil es, cuán mísera, cuán
vana.
3. Acusativo griego: cuando las palabras
modificantes concuerdan no con las palabras que modifican sino con el sujeto
principal, reemplazando así una preposición que requiere el caso acusativo.
Ejemplo: Desnuda el pecho anda ella (Ella
anda con el pecho desnudo)
4. Alegoría: (en griego: otra lectura). Un
conjunto de elementos descriptivos o narrativos en el que cada elemento
corresponde directamente a los elementos de otro conjunto, distinto del que
representan en el sentido literal.
5. Aliteración: la repetición de
consonantes en un pasaje, sobre todo de consonantes iniciales.
Ejemplo: …un no sé qué que quedan
balbuciendo.
6. Alusión: la descripción de cualidades
de un objeto o de una persona por medio de citar o mencionar (aludir a) otro
(bíblico, literario, histórico, etc.)
Ejemplo: Un Job era deste siglo presente
7. Amplificación: expansión por medio de
descripciones, comparaciones, repeticiones.
Ejemplo:
¿Qué es la vida? Un frenesí;
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción…
8. Anacronismo: el empleo de un elemento
para ornamentar a otro fuera de su debido tiempo cronológico.
Ejemplo: En ventura Octaviano… (hablando
del padre de Jorge Manrique)
9. Analogía: una semejanza establecida por
la imaginación entre dos o más cosas concebidas como distintas.
Ejemplo:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir.
10. Anáfora: repetición deliberada de una
palabra (o más) al comienzo de varios versos o estrofas para prestar un tono
reforzado al estilo.
Ejemplo:
Sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son.
11. Anástrofe: inversión del orden normal
para dar énfasis al segmento final.
Ejemplo: En tu edad ningún peligro hay
leve.
12. Antífrasis: emplear una palabra o una
expresión en sentido contrario al literal por medio de la ironía o eufemismo.
Ejemplo:
¡Vete al cielo!, o bien,
¡Pégale bien, pero en la cara redonda!
13. Antítesis: presentación de una idea
por medio de términos contradictorios, en forma paralelística y concisa.
Ejemplo: sirena dulce si no esfinge bella.
14. Antonomasia: el empleo del nombre de
una persona para representar una abstracción.
Ejemplo: Casi en sombra de la muerte, un
nuevo Orfeo.
15. Apóstrofe: el dirigirse a una persona
o a una idea personificada.
Ejemplo: Y tú, Amor…
16. Apoteosis: la deificación de un hombre
o de una calidad humana.
Ejemplo: Melibeo soy. En Melibea creo.
17. Asíndeton: supresión de la conjunción
copulativa.
Ejemplo: en tierra, en humo, en polvo, en
sombra, en nada
18. Asonancia: la rima femenina o
masculina de vocales, o la repetición dentro del verso de la misma vocal en
sílabas acentuadas.
Ejemplo: infame turba de nocturnas aves.
19. Bimembración: la división de un
concepto o un verso en dos elementos paralelos. Véase también polimembración.
Ejemplo: al sonoro cristal, al cristal
mudo.
20. Decoro: el empleo de elementos
apropiados al sujeto.
21. Elipsis: dejar una idea incompleta.
Ejemplo: Anoche soñé… ¿Direlo?
22. Emblema: una imagen o una figura
simbólica acompañada de una divisa o lema o una referencia a un emblema
consagrado por la tradición.
Ejemplo: el dulce nido del ciego niño
23. Encabalgamiento: dos versos que siguen
sin pausa por necesidad del sentido o sintaxis.
Ejemplo:
Pues no hay otro camino
por donde mis razones
vayan fuera de aquí, sino corriendo
por tus aguas, y siendo
en ellas anegadas.
24. Epíteto: lo que se refiere a una
persona o su nombre.
Ejemplo: El Cid: “el que en buen hora
nació.”
25. Gradación: elementos calificativos que
van en orden de importancia creciente o menguante.
Ejemplo:
Mal te perdonarán a ti las horas:
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
26. Hipérbato o hipérbaton: ordenación
anormal asintáctica de palabras.
Ejemplo: Un monte era de miembros eminente
27. Hipérbole: exageración sorprendente
con el motivo de hacer aceptar lo inverosímil.
Ejemplo:
Yo vos fui siempre leal
más que fue Paris a Elena.
28. Ironía: saber lo que otros no sabemos
que sabemos, o decir el contrario de lo que literalmente significan las
palabras (puede llegar al sarcasmo cuando se hace amarga o cruel).
Ejemplo:
Bien podéis salir desnudo
pues mi llanto no os ablanda;
que tenéis de acero el pecho
y no habéis menester armas.
29. Litote: emplear una expresión menos fuerte
de la entendida.
Ejemplo: “menos mal” o “no es mala la
idea”
30. Metáfora: una manera de sustituir una
palabra o expresión por otra, con la que tiene algún rasgo en común.
Ejemplo:
“Una prisión de nácar” (perla) o “campo de
flores lucientes” (cielo).
31. Metonimia: el empleo de una palabra o
expresión para indicar otra relacionada (como la causa por el efecto, lo que
contiene por lo contenido, etc.)
Ejemplo: Vertido Baco el fuerte arnés afea
(Vino).
32. Onomatopeya: una palabra que tiene el
sonido del significado.
Ejemplo: “el susurro de las abejas” o
“maullar del gato”.
33. Oxímoron – poner elementos contrarios
en conjunción.
Ejemplo: “cortesanos labradores”,
“esqueleto vivo”
34. Paradoja: dos cosas que evidentemente
se niegan o se contradicen, pero por lo que sigue, no lo son.
Ejemplo:
un cuerpo con poca sangre,
pero con dos corazones.
35. Paralelismo: estructuras seguidas que
se relacionan entre cosas comparables.
Ejemplo:
su boca dio, y sus ojos cuanto pudo,
al sonoro cristal, al cristal mudo.
36. Parataxis: la coordinación de
elementos de una cláusula.
Ejemplo:
labré, cultivé, cogí,
con piedad, con fe, con celo,
tierras, virtudes, y cielo.
37. Paronomasia: el empleo de palabras con
casi el mismo sonido.
Ejemplo:
sin velas desvelada
y entre las olas sola.
38. Perífrasis: emplear varias palabras en
vez de una sola, o sea circunlocución.
Ejemplo: un rubio hijo de una encina hueca
(panal de miel)
39. Personificación: dar calidades humanas
a cosas inanimadas.
Ejemplo: ¡Oh noche que guiaste…!
40. Polimembración: la división de un
concepto en varios elementos paralelos.
Ejemplo:
¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!
¡Poco antes, nada; y poco después, humo!
41. Polisemia: El empleo de una palabra
con varios significados a la misma vez.
Ejemplo:
Volviose en bolsa Júpiter severo;
levantose las faldas la doncella
por recogerle en lluvia de dinero.
42. Polisíndeton: la adición de
innecesarias conjunciones copulativas.
Ejemplo: preso y forzado y solo en tierra
ajena
43. Prosopopeya: atribuir sentimientos humanos
a la naturaleza, generalmente en simpatía con el ser humano tratado en el
pasaje.
Ejemplo:
Se desatacó la noche
y se orinaron las nubes. (Sobre Leandro)
44. Quiasmo: presentación de un par
sintáctico ya presentado en orden contrario.
Ejemplo: apenas llega cuando llega a
penas.
45. Símil: la comparación explícita de dos
cosas.
Ejemplo: Como la tierna madre que el
doliente
hijo le está con lágrimas pidiendo…
así a mi enfermo y loco pensamiento
46. Sinécdoque: tomar el mayor por el
menor, la materia por el objeto, o la parte por el todo.
Ejemplo: viendo que sus ojos a la guerra
van
47. Sinestesia: la percepción de una
imagen por medio del sentido que no le pertenece.
Ejemplo: la canción azul
48. Zeugma: el empleo de un sólo pronombre
con dos antecedentes posibles.
Ejemplo:
sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Consejos para escribir ciencia
ficción
Miguel Barceló
Nadie puede enseñar a escribir ciencia
ficción, aunque muchas veces se ha intentado. Escribir ficción es una habilidad
acumulativa: a fuerza de escribir se van dominando las técnicas narrativas y se
obtienen mejores resultados.
Hay gente especialmente dotada que, de
forma natural y espontánea, es capaz de escribir muy bien desde el primer
momento. Son pocos. La mayoría de los escritores ha de realizar muchas pruebas
e intentos para aprender a resolver los variados problemas que plantea el hecho
de escribir historias y entretener a los lectores.
A pesar de esto, recientemente han
aparecido muchos libros, artículos y cursos que “enseñan” a escribir y que, en
realidad, pueden evitar perder mucho tiempo en las primeras pruebas. Se trata,
simplemente, de dar a conocer algunas de las cosas que los escritores van
aprendiendo con el tiempo y la experiencia. Pero nadie debe pensar que se trata
de recetas seguras.
Es necesario escribir y probar, volver a
probar y, aún, volver a probar. Por ello éste es uno de los muchos ámbitos en
los que dar consejos resulta siempre arriesgado y, aunque ahora voy a hacerlo,
antes quiero recordar que siempre se puede decir aquello que se atribuye a
Napoleón: “No me deis consejos que ya sé equivocarme yo solo”.
Otra advertencia antes de empezar. Aquí se
habla, simplemente, de narrativa tradicional. También caben en la ciencia
ficción obras de tipo más experimental, pero no las recomiendo en el inicio de
una carrera de escritor. Un editor italiano de ciencia ficción me hablaba, hace
ya unos años, de cómo las mayoría de autores noveles italianos le presentaban,
en su primera novela, “la novela definitiva de su vida”, aquélla en la que ya
habían incorporado todo el “mensaje” temático y estilístico que pretendían
transmitir. No es éste el punto de vista bajo el cual se escriben estas notas.
Mi enfoque aquí tiene mucha más relación
con la narración entendida como un oficio y no como un arte. Los oficios se
pueden aprender con la práctica, mientras que, para las artes, son
imprescindibles cualidades especiales y no sólo habilidades. Por eso no creo
que sea posible enseñarlas. En la literatura hay obras de arte y de las otras.
Si está llamado a escribir obras de arte, nadie puede enseñar a hacerlo, tan
solo usted puede lograrlo al expresar lo que lleva dentro. Los artistas no
deberían seguir leyendo. Pero si lo que pretende es entretener e interesar a la
gente (y no es poca cosa…) tal vez sí pueda seguir haciéndolo.
En realidad, aunque tiene poco
predicamento y a menudo se toma a broma, escribir best-sellers es una habilidad
interesante que se puede aprender, aunque el factor definitivo es, casi
siempre, que un editor acepte hacer un best-seller de su obra… aunque sólo
pensará en hacerlo si ésta supera unos mínimos.
En cualquier caso, empecemos.
Es imprescindible captar y mantener la
atención del lector
Si es de aquellos (o aquellas) que saben
explicar chistes, o de esos que cuando cuentan una película a los amigos logran
que éstos se sientan como si la estuvieran viendo, todo irá bien. Si eso le
ocurre, la verdad es que ya sabe explicar historias que es de lo que se trata
cuando se escribe narrativa como en el caso de la ciencia ficción que aquí nos
ocupa. Si no es un “narrador natural”, hay cuatro o cinco cosas que se pueden
aprender y, tal vez, le pueden ahorrar horas y horas de pruebas. Eso es lo que
voy a intentar comentar aquí.
Lo primero que debe tenerse en cuenta, y
aún más en los tiempos que corren, es que si bien usted desea escribir, no es
nada seguro que los demás deseen leer aquello que escribe. Debería pensar
siempre que el lector está sometido al reclamo de muchas más actividades de
ocio: televisión, cine, juegos de rol, juegos de ordenador, deportes, artes y
un larguísimo etcétera.
Si el lector le hace el favor de utilizar
su precioso tiempo para leer sus historias, debe ser a cambio de algo que le
pueda compensar. Ese algo es muy diverso y, en el caso de la ciencia ficción,
las posibilidades aumentan.
Los
elementos de la narración
Se puede interesar al lector describiendo
un entorno nuevo y sorprendente: una sociedad nueva, una tecnología diferente,
unos seres extraños, unas costumbres distintas, etc. En la ciencia ficción éste
es un elemento con muchas posibilidades y, en realidad, el famoso “sentido de
lo maravilloso” de que se habla como rasgo característico del género reside a
menudo en ese entorno que los anglosajones etiquetan como background.
También se puede interesar al lector con
la idea central de su historia. A veces la idea descansa, precisamente, en el
entorno extraño en el que transcurre la narración y, si la ciencia ficción es
realmente una “literatura de ideas”, muchas veces todo arranca a partir de una
idea. Veamos un ejemplo famoso: ¿qué ocurriría si el sexo de una persona no
fuese estable y, a lo largo de la vida de un individuo, éste pudiera ser tanto
varón como hembra? Una respuesta se puede encontrar en La mano izquierda de la
oscuridad de Ursula K. Le Guin, uno de los clásicos indiscutidos del género. En
la ciencia ficción, a menudo (aunque no siempre) la idea es el motor inicial de
las narraciones o, en todo caso, de la voluntad del escritor para narrar una
historia.
Otra posibilidad es interesar al lector
con los personajes. Pueden ser atractivos o repulsivos pero, en cualquier caso,
no deben dejar indiferente al lector. Fíjese, por ejemplo, en los culebrones:
J.R., en Dallas, era lo suficientemente malvado para interesar a los
espectadores como también interesan, por otras razones, los héroes positivos. A
menudo los lectores se identifican con uno de los personajes y éste es el
sistema más viejo y seguro para mantener la atención del lector. Eso sí, los
personajes deben reaccionar como lo haría un ser humano con los conocimientos y
el carácter que el escritor deja entrever que pueda tener el personaje. Y, lo
más importante de todo, el personaje central, el protagonista (y, si es
posible, los demás también) debe cambiar en algo como consecuencia de aquello
que le ocurre. Todos sabemos que la vida nos va cambiando poco o mucho y no
sería verosímil que un personaje pase por un montón de aventuras y no
evolucione.
En realidad, demasiadas historias de
ciencia ficción tienen poco prestigio literario o narrativo debido a que los
personajes son de “cartón-piedra” y no reaccionan como cabría esperar
lógicamente como consecuencia de todo lo que les ocurre. Piense por ejemplo en
el Hans Solo de La guerra de las galaxias, el James Kirk de la primera Star
Trek, o, para seguir con Harrison Ford, en las películas de Indiana Jones. Para
ellos las aventuras no significan nada. Siguen siempre igual. No es creíble.
Intente evitarlo.
Pero si, a veces, aceptamos personajes que
no evolucionen, con toda seguridad es porque la trama de la historia resulta
suficientemente interesante y mantiene la atención del lector o espectador. Las
aventuras de Indiana Jones, Hans Solo o James Kirk son, por sí solas, lo
bastante eficientes para mantener el interés de los que siguen la historia.
Aquí se hace imprescindible un consejo: no lo cuente todo, deje que el lector
siga intrigado por algo que le mueva a girar una hoja tras otra. Fíjese, por
ejemplo, en la técnica de los culebrones que van liando y liando el argumento
para mantener el interés de los espectadores. Aunque, eso sí, si complica la
trama debe pensar que la narración ha de finalizar atando todos los cabos de
forma que el lector no se sienta engañado. A los autores de culebrones puede no
serles necesario, pero a los buenos narradores de ciencia ficción sí. Por otra
parte no olvide nunca que algo de misterio es, a menudo, imprescindible:
imagine la pobreza temática de la saga de La guerra de las galaxias sin la
“Fuerza”…
En realidad para mantener la trama hacen
falta conflictos. Los personajes deben tener problemas y la trama debería
explicar cómo se plantean esos problemas, cómo los personajes buscan diversas
soluciones y cómo se llega a la solución o, también, cómo los personajes
fracasan en su intento. Los problemas o conflictos deben ser tanto grandes (el
central en la narración) como pequeños (los que dan “vida” a la historia y
mantienen la acción en movimiento). Suele ser conveniente que haya un clímax
general que resuelva la historia, pero debe construirse a partir de pequeños
clímax parciales que resuelvan los problemas menores que van conduciendo la
narración hasta la resolución (o el fracaso de ese intento…) del conflicto
principal. Es evidente que todo esto depende mucho de la longitud de la narración
y no se pueden dar recetas únicas. En cualquier caso, sí conviene destacar aquí
que personajes distintos deben resolver de formas diferentes unos mismos
conflictos o, para expresarlo aún con mayor claridad, a personajes diferentes,
unos mismos hechos les deberían generar conflictos diferentes.
Un
breve resumen provisional
Ya tenemos cinco elementos que pueden
mantener el interés del lector. Hay varios más, pero éstos son los centrales en
la gran mayoría de historias. Es lógico que en cada narración pueda dominar uno
o más de esos factores. En las novelas de aventuras a menudo es la trama y los
conflictos y los peligros a que se enfrentan los personajes el aspecto
dominante y lo que mantiene el interés del lector. En los relatos cortos a
menudo es una idea, mientras que en las narraciones más largas hay que
organizar la historia central rodeada de otras historias menores que la
complementen, siempre y cuando el lector no pueda encontrar gratuitas esas
historias laterales y, además, encuentre fácil relacionarlas de forma natural
con el hecho central de la novela.
Para
sintetizarlo podríamos decir que:
La trama es lo que sucede.
El conflicto es la razón final de lo que
sucede, el motor de la trama.
El entorno es el lugar y las
circunstancias donde sucede la trama.
Los personajes son aquellos a los que les
suceden las cosas que ocurren, y quienes evolucionan y cambian como
consecuencia de lo que sucede.
La idea, si existe explícita como elemento
central, es lo que ha movido al escritor pero, y esto es muy importante, debe
ser mostrada de forma indirecta por medio de los otros elementos.
Conviene recordar que es imprescindible
mantener la atención del lector mientras está leyendo y, también, después de
haberlo hecho. El lector, cuando acaba de leer, debe pensar que le ha sido
rentable el tiempo que ha otorgado a su narración. Puede haber pasado un buen
rato con ella y considerarla un buen entretenimiento aunque haya sido
intranscendente; o puede haber encontrado un interesante motivo de reflexión en
una buena idea especulativa; o sentirse maravillado por un entorno extraño y
sorprendente. Aunque no se debe olvidar que, muy a menudo, es el personaje
central quien puede haber focalizado y mantenido el interés del lector y, por
lo tanto, aquello que perviva en su recuerdo.
Inventar
historias
Parece que el problema principal de los
nuevos escritores es “encontrar las historias”. Muchos autores de esos libros o
cursos que pretenden enseñar a escribir narrativa, dicen que la pregunta más
repetida es: ¿de dónde sacan los escritores sus historias? No hay una receta
fácil ni única. Graham Greene habló de la necesidad de que el narrador sea un
buen observador y yo creo que esto también vale para los escritores de ciencia
ficción: exagere algún rasgo de una tendencia social, tecnológica o económica
observable, ponga a un determinado personaje en un entorno extraño o en una
situación imprevista, invente lo que ocurriría si…, etc. Pero los caminos para
encontrar historias son muy variados. Siempre podrá encontrar alguno nuevo.
De hecho, tras años y años de ciencia
ficción, la mayor parte de las historias que pueda inventar es muy posible que
ya hayan sido narradas.
Orson Scott Card aconseja que no se
preocupe por ello. Es difícil que tenga ideas nuevas que no hayan sido ya exploradas.
Pero, aunque repita historias (evitando siempre el plagio, evidentemente…), les
puede dar un tono o un enfoque distinto, un punto de vista nuevo. Piense, por
ejemplo, en Aviso de Cristóbal García que ganó el premio UPCF del año 1993 (BEM
número 35). La historia que nos narra Cristóbal posiblemente no sea nueva, pero
el planteamiento lo es y el cuento resulta interesante y efectivo. A veces,
cuando le falten temas para nuevas historias, puede practicar a partir de un
viejo cuento que haya leído tiempo atrás y que todavía puede recordar. Sin
releerlo de nuevo, tan sólo a partir del recuerdo que guarda, escriba su
versión. Cuando lo haya hecho, compárela con el cuento original y fíjese en las
diferencias. Es un buen ejercicio. Como la memoria es siempre muy selectiva,
puede ocurrir que su cuento resulte francamente distinto del original y sea
incluso utilizable. Robert A. Heinlein, uno de los escritores más admirados en
Estados Unidos, hablaba de tres tipos centrales, y para él únicos, de
historias:
- chico-encuentra-chica: una historia de
amor o de búsqueda o de fracaso de este amor. Las variaciones son infinitas.
- el sastrecillo valiente, o su inverso:
la historia de un triunfo o de un fracaso.
- el-personaje-que-aprende: la historia de
alguien que piensa de una manera al iniciarse la narración y que, como
consecuencia de los conflictos y de lo que le sucede, cambia de forma de
pensar.
Seguro que hay muchas variaciones
posibles, pero si Heinlein logró construir una carrera de éxitos con esto, tal
vez le pueda ser útil también a usted. Recuerde que Heinlein fue el primero que
logró vivir de su carrera como escritor de ciencia ficción. En nuestro país eso
es, por ahora, imposible, pero tal vez en un futuro… Alguien debería comenzar.
Un
camino para construir historias
Para finalizar esta breve recopilación de
consejos le daré mi versión resumida de los pasos más interesantes que los
editores de Asimov’s Science Fiction recomiendan para escribir ciencia ficción,
y es justo decir que parecen muy razonables:
Empiece
con una idea.
Lleve esta idea a la vida por medio de un
conflicto (no caiga en las disertaciones de profesor, son demasiado
aburridas…).
Utilice los personajes que mejor puedan
“dramatizar” el conflicto, y haga que cambien en su forma de ser o de pensar
por efecto de lo que les sucede.
Establezca una secuencia de los hechos que
ocurren, una trama, que pueda mostrar los pasos principales a través de los
cuales sus personajes detectan el problema o los problemas, buscan las
soluciones posibles e intentan llevar a la práctica dichas soluciones.
Prepare un buen entorno para rodear y
ambientar todo lo que sucede en la historia. Haga que sea razonable. No hace
falta que explique con detalle todo lo que haya pensado como entorno pero, como
futuro escritor que quiere ser, debe tenerlo muy claro en su imaginación.
Si es posible, inicie la historia en mitad
de un conflicto para atraer al lector. En la mayoría de los casos, el escritor
debería tener clara la estructura general de la trama: planteamiento, nudo y
desenlace según establece la tradición clásica, pero nadie le obliga a que la
narración sea completamente lineal.
Busque un buen punto de vista para
explicar la historia. (Conviene decir que éste es un apartado bastante complejo
y que merecería un tratamiento aparte que ahora no es posible).
Déjese de teorías y… ¡escriba!
Advertencia
final
Todo esto es, debería resultar evidente,
insuficiente para escribir profesionalmente, pero no para empezar. Tal vez
podría resultar interesante que intente estudiar algunos cuentos o novelas que
haya leído y lleve a cabo un sencillo ejercicio para buscar en ellos los cinco
elementos antes citados: identifique los conflictos principales, analice la
estructura de la trama, localice el punto de vista bajo el cual está narrada la
historia, vea cómo cambian los personajes principales, estudie la congruencia
del entorno y lo que aporta a la narración, sintetice la idea central. En
realidad, la mayoría de los talleres literarios funcionan así, aunque puedan ir
acompañados de exposiciones más o menos teóricas.
La práctica es, en definitiva, la única
que enseña de verdad. Empiece analizando la práctica de los demás y, también,
practicando usted. El camino no es corto, pero vale la pena.
Punto de vista
Janet Burroway
El punto de vista es el elemento más
complicado de la narración. Si bien es posible analizarlo, definirlo,
esquematizarlo, se trata en última instancia de una relación entre escritor,
personajes y lector que, como toda relación, tiene sus sutilezas. Podemos
discutir sobre el narrador, la omnisciencia, el tono, la distancia o la
credibilidad en determinado cuento, pero ninguna conclusión que saquemos lo
ubicará en el mismo casillero con otro cuento.
En primer lugar debemos desechar la
acepción común de la frase “punto de vista” como sinónimo de opinión, como
cuando decimos por ejemplo “desde mi punto de vista debe haber pena de muerte”.
La visión del autor acerca de lo que es o debería ser el mundo se nos revelará
al final, según el uso que haga del punto de vista; y no al revés: identificar
las creencias del narrador no sirve para describir el punto de vista en el
relato. En lugar de pensar que el punto de vista consiste en la opinión o las
creencias del autor, hay que tomarlo de un modo más literal, como “el punto desde
donde se mira mejor”.
¿Quién se ubica dónde para mirar la
escena?
O, mejor, como estamos hablando de
lenguaje, las preguntas deben ser: ¿Quién habla, a quién, cómo, a qué distancia
de la acción, con qué limitaciones?: aspectos todos relacionados con la elección
del punto de vista. Dado que el autor quiere hacernos compartir su perspectiva,
las respuestas nos ayudarán a descubrir su opinión, sus juicios, su actitud o
su mensaje.
¿QUIÉN HABLA?
La primera decisión que debe tomar un
autor respeto al punto de vista tiene que ver con el narrador. He aquí la
clasificación más simple que se puede hacer acerca de quién habla: un cuento
puede ser narrado en tercera persona (Ella pasea bajo la luz de la luna), en
segunda persona (Paseas bajo la luz de la luna) o en primera persona (Paseo
bajo la luz de la luna). Los relatos en segunda y tercera persona los cuenta un
narrador, los relatos en primera persona, un personaje.
Tercera
persona
La tercera persona, desde la cual el
narrador cuenta el relato, se puede subdividir según el grado de conocimiento u
omnisciencia que asume el narrador. Advierta que, como estamos hablando de
grados, las subdivisiones son sólo aproximadas. Como autor está usted en
condiciones de decidir cuánto sabe. Puede conocer la verdad plena y eterna;
puede saber qué hay en la mente de uno de los personajes pero no qué piensa el
otro; o puede saber únicamente lo que se ve desde fuera. Usted decide. Al
comienzo del cuento deberá indicar al lector qué grado de omnisciencia ha
elegido; una vez hecha esta señal, se abre un “contrato” entre el autor y el
lector, contrato delicado de romper. Si se ha limitado a la mente de James
Lordly durante cinco páginas mientras James mira lo que hacen la señora Grumms
y sus gatos, rompe usted la convención si se mete de pronto en la mente de la
señora Grumms. Igualmente, nos sentiríamos tratados mal y dispuestos a romper
gustosos el contrato si nos da usted los pensamientos de los gatos.
El narrador omnisciente -llamado a veces
narrador editor omnisciente porque dice de frente lo que se supone que debemos
pensar- tiene un conocimiento total. Cuando es usted autor omnisciente es un
dios; puede:
1. Informar objetivamente lo que está
pasando.
2. Meterse dentro de la mente de los
personajes.
3. Interpretar por los lectores la
apariencia de los personajes, lo que dicen, sus actos o sus ideas, aun si los
propios personajes no pueden hacerlo.
4. Moverse libremente en el tiempo y en el
espacio para brindarnos vistas panorámicas o telescópicas o microscópicas, o
históricas; puede decirnos lo que sucede en cualquier parte, o lo que sucedió
en el pasado, o lo que sucederá en el futuro.
5. Hacer reflexiones generales, juicios,
proporcionar verdades.
Los lectores aceptarán que el narrador
omnisciente hable así. Si el narrador nos dice que Ruth es una mujer buena, que
Jeremy no comprende sus verdaderas motivaciones, que la luna va a estallar
dentro de cuatro horas y con eso todo se pondrá mejor, le creemos. Aquí tenemos
un párrafo que muestra los cinco campos de conocimiento señalados:
(1) Juan le dio una feroz mirada al bebé
que lloraba. (2) Asustado por el gesto el bebé tragó saliva, y lloró más fuerte
aun. Odio esto, pensó Juan; (3) pero lo que sentía no era odio. (4) Hace solo
dos años él había llorado de esa manera. (5) Los chicos no saben diferenciar
entre el odio y el miedo.
Este es un ejemplo burdo, pero el autor
que domine su oficio puede pasar de un campo de conocimiento a otro. En la
primera escena de La guerra y la paz, Tolstoi describe a Anna Scherer así:
Ser entusiasta se había vuelto su vocación
social, y, a veces, aunque no sintiera entusiasmo se entusiasmaba con el
propósito de no desilusionar a quienes la conocían. La tenue sonrisa que,
aunque no le iba a sus suaves rasgos, llevaba siempre en los labios, expresaba,
como en los niños mimados, una continua consciencia de su meloso defecto, que
ella ni deseaba ni podía ni consideraba correcto corregir.
Aquí en dos oraciones Tolstoi nos dice lo
que pasa por la mente de Anna y sus expectativas, cómo se ve ella a sí misma,
qué le conviene, qué puede y no puede hacer, y además ofrece un comentario
general sobre los niños mimados.
La voz omnisciente es la voz de la épica
clásica (Y Meleanger, distante, no sabía nada de aquello, pero sentía que sus
partes vitales ardían en fiebre), de la Biblia (Así el Señor envió la peste
sobre Israel; y cayeron 70,000 hombres), y de la mayoría de novelas del siglo
XIX (Tito estiró la mano para ayudarlo, y es tan extrañamente rápida el alma de
los hombres que en ese instante, cuando empezó a sentir que su expiación era
aceptada, tuvo el fugaz pensamiento de las molestias que lo aguardaban). Pero
una de las tendencia actuales de la literatura es su movimiento hacia abajo: de
los héroes a los personajes comunes; y hacia adentro: de la acción a la mente;
por lo tanto, los escritores del siglo XX evitan sobre todo la posición de
dioses omniscientes y prefieren restringirse a unos pocos campos de
conocimiento.
El punto de vista de narrador omnisciente
limitado es aquel en el cual el narrador puede moverse con cierta libertad,
pero no toda la libertad del narrador omnisciente. Se puede conceder a sí
mismo, por ejemplo, el conocimiento de lo que están pensando los actores en
escena, y el de sus actos, pero a los demás personajes conocerlos solo exteriormente.
Puede ver microscópicamente todo, pero no presumir de dueño de la verdad
eterna. La forma de omnisciencia limitada que se usa más a menudo es aquella en
que el narrador puede ver los hechos objetivamente, y además acceder a la mente
de uno de los personajes, pero no a las del resto, ni se otorga a sí mismo
ningún poder explícito de juzgar. Es el punto de vista particularmente útil
para el cuento porque establece rápidamente quién es el que lleva el punto de
vista o tiene los medios de percepción. El cuento es una forma tan apretada que
apenas hay tiempo o espacio para desarrollar una sola consciencia. Quedarse con
la visión externa de las cosas y con el pensamiento de uno de los personajes
ayuda a mantener el control del foco del relato, y evita los cambios torpes de
punto de vista.
Pero también la novela utiliza
frecuentemente este método, como en The Odd Woman, de Gail Godwin:
Eran las diez de la noche del mismo día, y
los residentes del condominio en la montaña iban regresando a su rutina y su sobriedad.
Jane, en cambio, sentada en la cocina con un vaso de escocés sobre la mesa
limpia ante ella, iba cayendo más y más en un sentimiento que sólo identificaba
como algo poco familiar. No podía describirlo: era a la vez temible y
agradable. Era como dejarse llevar y traer de algún lugar. Trató de recordar,
¿cuándo había comenzado exactamente?
Se nota que aquí la autora ha limitado su
omnisciencia. No nos dirá la verdad final sobre el alma de Jane, ni definirá
para nosotros ese sentimiento “poco familiar” que la propia mujer no puede
definir. El narrador tiene a su disposición los hechos y los pensamientos de
Jane, pero eso es todo.
La ventaja de la omnisciencia limitada
respecto a la omnisciencia total reside en la inmediatez. En el ejemplo que
hemos visto, como no nos está permitido saber lo que no sabe Jane de sus
propios sentimientos, buscamos a tientas con ella el entendimiento. En este
proceso se crea un convenio entre autor y lector, un convenio que no se puede
romper. Si al llegar a ese punto la autora se detiene y responde a la pregunta
de Jane “¿cuándo había comenzado exactamente?” diciendo “Jane no lo recordaría
jamás, pero lo cierto es que empezó una tarde cuando tenía dos años”,
sentiremos que hay una imprevista y no solicitada intrusión del autor.
Dentro de las limitaciones que la
escritora se ha impuesto hay no obstante fluidez y una gama de posibilidades.
Note que el pasaje comienza con una observación panorámica (Las diez,
residentes, rutina) y pasa luego a un enfoque más cerrado, con una visión
todavía exterior de Jane (sentada en la cocina), antes de introducirse en su
mente. La frase “Trató de recordar” da cuenta de manera relativamente factual
de sus procesos mentales; en cambio con la siguiente oración “¿Cuándo había
empezado, exactamente?” ya estamos dentro de la mente de Jane, oyendo la
pregunta que se hace a sí misma.
Aunque parece restringida esta forma usual
de omnisciencia limitada (información objetiva, más una consciencia), dadas
todas las posibilidades de la omnisciencia dispone no obstante de una libertad
que ningún ser humano posee. En la vida cotidiana uno tiene acceso total a una
sola mente, la propia, y al mismo tiempo uno es la única persona a la que no se
puede observar desde el exterior. Como escritor puede usted hacer lo que ningún
ser humano puede: estar simultáneamente dentro y fuera de un personaje
determinado. A esto se refiere E.M. Forster en Aspectos de la novela como “la
diferencia fundamental entre la gente común y los personajes de las novelas”:
En la vida diaria nunca nos comprendemos
uno al otro, ni existe la clarividencia plena ni la confesión total. Sabemos
del otro por aproximación, por tanteos, por signos externos, y eso basta para
la vida social e incluso para la vida íntima. Pero la gente en las novelas
puede ser comprendida totalmente por el lector, si así lo desea el novelista;
su intimidad puede ser exhibida lo mismo que su vida interior. Y por esa razón
a menudo nos parecen mejor definidos que los personajes de la Historia, nos
parecen incluso conocidos nuestros.
El narrador objetivo. A veces el novelista
o el cuentista no desean mostrar más que los signos externos. El narrador
objetivo no es omnisciente sino impersonal. Cuando escribe como narrador
objetivo restringe usted su conocimiento a los hechos que cualquier persona
puede observar, a los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el
tacto. En el cuento “Colinas como elefantes blancos” Ernest Hemingway nos
informa lo que dice y hace una pareja que disputa, sin revelar directamente sus
pensamientos y, al mismo tiempo, sin hacer ningún comentario:
El norteamericano y la muchacha que lo
acompañaba ocupaban una mesa en la sombra. Hacía mucha calor y el expreso de
Barcelona tardaría cuarenta minutos en llegar. Se detenía dos minutos en el
empalme, y seguía hacia Madrid.
-¿Qué vamos a tomar? -preguntó la
muchacha. Se había quitado el sombrero para dejarlo sobre la mesa.
-Hace mucha calor -dijo el hombre.
-Bebamos cerveza.
-Dos cervezas -dijo él, mirando la
cortina.
-¿Dobles? -preguntó una mujer desde el
umbral
-Sí, dobles.
La mujer desapareció con dos vasos de
cerveza y dos redondeles de fieltro que colocó sobre la mesa para poner encima
los vasos llenos. Luego quedó mirando al hombre y a su compañera. La muchacha
no apartaba la vista de la línea de colinas. Brillaban blancas bajo el sol y el
terreno era oscuro y reseco.
En el transcurso de este cuento sabremos,
íntegramente por deducción, que la chica está encinta y que se siente
coaccionada por el hombre para hacer un aborto. Ni la preñez ni el aborto son
mencionados en ningún momento. La narración se mantiene recortada, austera y
externa. ¿Qué gana Hemingway con su propósito de objetividad?
Guía al lector al descubrimiento de lo que
realmente ha pasado. Los personajes evitan el tema, buscan evasivas, disimulan,
pero sus verdaderas intenciones y sus pensamientos son traicionados pos sus
gestos, sus reiteraciones y los deslices de su lenguaje. El lector, guiado por
el autor, saca sus conclusiones, como en la vida cotidiana; así es como tenemos
la satisfacción de conocer a los personajes incluso más de lo que ellos mismos
se conocen.
Hemos dividido con propósitos de claridad
las posibilidades de la narración en omnisciencia editorial, omnisciencia
limitada y narración objetiva, pero entre los extremos de la omnisciencia
editorial (conocimiento total) y la narración objetiva (sólo observación
externa) las posibilidades de la omnisciencia limitada son infinitas. Como es
usted quien va a escoger su voz narrativa dentro de ese rango, necesita saber
que al hacerlo impone sus reglas propias y que, después de fijarlas, tiene que ceñirse
a ellas. Como narrador está usted en situación parecida a la de los poetas que
tienen que escoger entre el verso libre y la rima. Si el poeta escoge el soneto
está obligado a rimar. Los escritores que recién empiezan muchas veces se
sienten tentados de cambiar el punto de vista, cuando es innecesario y, al
mismo tiempo, un fastidio.
El cuello de Leo era raspado por la tela
áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la
cara al director de la banda, quien, sin embargo, estaba más divertido que
enojado.
Este es un torpe cambio de punto de vista,
porque tras haber sentido el embarazo de Leo, de pronto se nos pide saltar
dentro de los sentimientos del director de la banda. Puede mejorar si se pasa
de la mente de Leo a su observación:
El cuello de Leo era raspado por la tela
áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la
cara al director de la banda, el cual, sin embargo, sorprendentemente estaba
sonriendo.
La nueva versión es más fácil de aceptar porque
nos mantiene dentro de la mente de Leo mientras observa que el director de la
banda no está enojado. De paso sirve al propósito de sugerir que Leo fracasa en
su intento de concentrarse en los botones, y así la confusión se destaca.
Segunda
persona
Primera y tercera persona son las más
comunes en la narración; la segunda persona es experimental e idiosincrásica.
Pero mejor mencionarla, porque varios autores del siglo XX se han interesado en
sus posibilidades.
El concepto de narrador se refiere a los
modos básicos de la narración. En tercera persona todos los personajes son
llamados él, ella o ellos. En primera persona el personaje que cuenta la
historia se refiere a sí mismo como yo, y a los demás personajes como él, ella
o ellos. La segunda persona es un modo básico del relato sólo cuando un
personaje es llamado tú o usted. Si un autor omnisciente se dirige al lector
como tú o usted (Recuerda que fulano estaba en tal situación al comienzo…),
esto no cambia el modo básico de la narración en primera o tercera persona.
Sólo cuando “tú” se convierte en personaje, en actor del drama, la novela o el
cuento está en segunda persona.
En Even Cowgirls get the Blues Tom Robbins
muestra ambos usos de la segunda persona:
Si puede usted abrochar su reloj pulsera a
un rayo de luz su reloj seguirá caminando, pero las manecillas ya no se
moverán.
Pero cuando el narrador se dirige al
personaje central, Sissy Hankshaw, la narración está básicamente en segunda
persona:
Tira dedo. Al comienzo tímidamente,
mostrando apenas el puño, inclinándote levemente en dirección a tu soñado
destino. Una ardilla corre por una rama. Le tiras dedo a la ardilla. Un
arrendajo pasa volando. Tu señal va hacia abajo.
Esta narración en segunda persona tiene un
efecto extraño y original: el narrador observa a Sissy, y las órdenes que le da
aun así implican una relación íntima y afectiva, que nos hace más fácil
introducirnos en su mente.
Tu pulgar hace la diferencia con los demás
seres humanos. Empieza a sentir la presencia alrededor de tu dedo. Te
sorprendería que no haya magia allí.
En este ejemplo el tú del texto se refiere
a un personaje nítidamente delimitado, distinto al lector. Pero también se
puede usar la segunda persona como medio de convertir al que lee en personaje,
como en el cuento “Panel Game” de Robert Coover.
Te retuerces, enviciado en Lady (que te
excita) y en Norteamérica (que no, pero la bendices de todos modos); sin
embargo tus contorciones serán mal interpretadas: Lady amorosa levanta sus
pestañas, cierra los ojos y su respiración se acelera con la excitación… El
público aúlla feliz mientras tanto. ¿Y quién puede maldecirlo? Tú resígnate a
pasar la prueba en paz y saluda con una sonrisa tímida, no te muevas.
Una vez más el efecto de la segunda
persona es inusual y complejo.
El autor atribuye al lector
características y reacciones específicas; y así -presumiendo que uno le sigue
la corriente- lo va empujando más adentro y en mayor intimidad con el relato.
Es poco probable que la segunda persona se
vuelva un modo mayor en la literatura, como la primera y la tercera personas;
pero precisamente por eso puede usted encontrarla interesante para la
experimentación. Es sorprendente y relativamente poco ensayada aun.
Primera
persona
Un relato está en primera persona cuando
el que habla es un personaje. El término narrador se refiere a menudo al que
narra el cuento, pero, hablando estrictamente, un cuento tiene narrador sólo
cuando es contado en primera persona por uno de los personajes. Puede ser el
protagonista, yo que cuento mi historia, en cuyo caso se trata de un personaje
narrador central. O puede ser alguien que cuenta la historia de otro, en cuyo
caso es un narrador periférico.
En cualquier forma, es importante indicar
desde el comienzo qué tipo de narrador usamos, de manera que se sepa quién es
el protagonista del relato. Como en el primer párrafo de La soledad del
corredor de fondo, de Allan Sillitoe:
En cuanto llegué a Borstal, me destinaron
a corredor de fondo de cross-country. Supongo que pensarían que tenía la complexión
adecuada para ello, porque era alto y flaco para mi edad (y lo sigo siendo),
pero, fuese como fuere, a mí no me contrarió nada, si debo decirles la verdad,
porque en mi familia siempre le hemos dado mucha importancia al correr,
especialmente al correr huyendo de la policía.
La atención se entra inmediatamente aquí
sobre el yo del relato, y esperamos que ese yo sea el personaje central, cuyos
deseos y decisiones llevan adelante la acción. En cambio desde las primeras
líneas de La declinación y caída de Daphne Finn, de Bruce Moody, es Daphne la
que adquiere vida por la atención y el detalle, mientras que el narrador se
establece como observador e informante del asunto:
-¿Eres realmente tú?
Alta y melodiosa, la voz descendió hacia
mí desde atrás y arriba -como parece que lo haría siempre, según parece-
indistinta, igual que campanadas de otro pueblo.
Incapaz de contestar negativamente, me
volví en el escritorio, alcé la vista, y sonreí amargamente.
-Sí -dije sorprendido por el rostro que se
asomaba sobre mi hombro, un rostro cuya belleza era evidente, sin concesiones a
lo convencional.
El narrador central siempre está, como lo
indica su nombre, en el centro de la acción; el narrador periférico puede estar
en virtualmente cualquier otra posición que no sea el centro. Puede ser el
segundo en importancia en el cuento, o no estar involucrado en la acción para
nada, sino ocupar simplemente la posición de un observador. El narrador puede
describirse a sí mismo con detalle, o puede ser alguien difícilmente identificable,
e imparcial. Es posible incluso un narrador en primera persona del plural, como
el que usa Faulkner en “Una rosa para Emily”, relato que es contado por un
narrador que se identifica solo como nosotros, gente del pueblo en el que tiene
lugar la acción.
Es cosa aceptada, y lógica, que el
narrador puede ser central o periférico, personaje que cuenta su propia
historia o alguien que cuenta la de algún otro. Sin embargo, el crítico y
editor norteamericano Rust Hill, en su libro Writing in general and the Short
Story in particular, plantea interesantes observaciones al respecto. Según
Hill, el punto de vista falla cada vez que nuestra percepción de lo que sucede
en el curso de la historia es diferente de la del personaje que cambió con la
historia, o soporta la acción. Incluso si el narrador parece un observador
periférico y la historia se refiere a otro, es realmente el narrador el que ha
cambiado, y debe serlo, para que nos sintamos satisfechos en nuestra
identificación emotiva con él.
Creo que siempre pasa esto en los relatos
de mayor éxito; o bien el personaje que sufre los cambios con la acción es el
que lleva el punto de vista, o, quienquiera que sea, el personaje que lleva el
punto de vista se convierte en el personaje que cambia con las acciones.
Llámenlo la ley de Hill.
Por supuesto, esta opinión nos obliga a
deshacernos del valioso concepto de narrador periférico. Hill usa los conocidos
caos de El gran Gatsby y Corazón de las tinieblas para ejemplificar lo que
sostiene. En el primer caso Nick Carraway es un personaje testigo que nos
cuenta la historia de Jay Gatsby, pero, al final de la historia, es la vida de
Nick la que cambia con todo aquello que ha observado.
En el segundo ejemplo Marlow nos cuenta la
historia de Kurtz, el buscador de marfil; incluso nos advierte: “No quiero
aburrirlos con lo que a mí personalmente me sucedió”. Al final de la novela
Kurtz (al igual que Gatsby) es asesinado, pero no es la muerte de Kurtz la que
más nos afecta, sino lo que ha aprendido Marlow personalmente de Kurtz y de su
muerte. Lo mismo se puede decir de La declinación y caída de Daphne Finn: el
foco de la acción está en Daphne, pero el dolor, la pasión y el fracaso los
pone su biógrafo. Incluso en “Una rosa para Emily”, donde el narrador es un
nosotros colectivo, es el impacto implícito de Miss Emily sobre la población el
que nosotros compartimos. Como tendemos a identificarnos con aquel a través del
cual percibimos la historia, nos conmueve su percepción, incluso si la acción
más fuerte de la historia está en otro lugar; a menudo es el mismo acto de
observar el que produce la epifanía.
Hay que reconocer que un narrador en
primera persona tiene todas las limitaciones de un ser humano, y que no puede
por tanto ser omnisciente. Está obligado a informar sólo lo que sabe. E incluso
aunque el narrador interprete efectivamente las acciones, haga sentencias o
prevea el futuro, siguen siendo opiniones de un ser humano falible; no estamos
obligados a aceptarlas, como lo estamos en el caso de las interpretaciones, verdades
y predicciones del narrador omnisciente. Si quiere usted que aceptemos el mundo
del narrador lo más difícil, la piedra de toque de la narración, consiste en
convencernos a los lectores que confiemos y creamos en su narrador. Por lo
contrario si su propósito fundamental consiste en que rechacemos las opiniones
del narrador y nos formemos unas propias, se trata de un narrador no fiable.
¿A QUIÉN?
La mayoría de relatos están dirigidos a
esa convención literaria que llamamos el lector. Cuando abrimos un libro
estamos aceptando tácitamente el rol de miembros de un auditorio impreciso de
lectores. Si el relato comienza diciendo “Mis padres fueron un borracho y una
analfabeta; nací en las ciénagas de turba de Galwall durante la Gran Hambruna
de la Papa”, no nos alarmamos en absoluto. No nos colocamos al frente de ese
desfalleciente irlandés que ha cruzado el Atlántico para hacernos sus
confesiones, ni le increpamos ¿Por qué me viene a mí con todo esto?
Note que el concepto tradicional del
lector presume la universalidad del público. La mayor parte de los cuentos no
se dirige a determinado sector o periodo de la humanidad, ni permiten
diferenciar entre lector y autor; se presupone que quien quiera lea el cuento
puede llegar más o menos a la misma idea que su autor tiene del lector. De
hecho la mayoría de escritores, aunque no lo reconozcan en el texto ni lo
admitan, se dirigen a alguien que podría ser más o menos del mismo nivel de
inteligencia que ellos. El autor de una novela romántica gótica se dirige a un
lector genérico, pero sabiendo que su público ya está acostumbrado a la
repetición de una fórmula, y que espera ciertos hechos: una amante rica, una
heroína virtuosa, una casa amenazadora, vestuario colorido. La noción de cuento
de New Yorker es ligeramente menos convencional: se podría decir que es lo que
el autor nota que los editores notan que es lo que quieren los lectores del New
Yorker. Cualquier persona que escribe algo que parece literatura asume el hecho
de que sus lectores acostumbran leer, lo cual sólo es cierto para la mitad del
género humano. Mi madre, fastidiada con las dificultades de mi estilo,
acostumbraba recomendarme que escribiera para las masas, refiriéndose a los
lectores del Selecciones que según ella necesitan afecto y distracción. Yo solía
considerar su meta demasiado estrecha, hasta que me di cuenta de que mi propia
meta, ser universal, era incluso más limitante: miraba a mis lectores como la
gente que no leerá jamás el Selecciones.
No obstante, el supuesto más común de
quien narra el relato, sea autor omnisciente o personaje-narrador, es que el
lector es alguien tan convencible y entretenible como cualquier otro, y que el
relato no necesita una justificación.
Pero hay varias excepciones a esta
tendencia, que se pueden usar para implicar dentro del drama al narratario de
la historia. El narrador puede dirigirse al lector, pero señalándole ciertos
rasgos específicos que nosotros, los lectores reales, debemos aceptar para
poder compartir la ficción. Los novelistas del siglo XIX acostumbraban
dirigirse “A ti, amable lector, querido lector”, etc., y esta pequeñísima
caracterización era la manera de comprometer la comprensión mutua. En La
soledad del corredor de fondo de Allan Sillitoe, el narrador divide el mundo en
nosotros y ustedes. Nosotros, el narrador y los de su clase, son los
marginales, los que viven por medios ilegales; mientras que ustedes son, por lo
contrario, los que respetan la ley, los prósperos, los educados pero aburridos.
Citemos nuevamente La soledad…
Supongo que esto les hará reír a ustedes,
que yo digo que el gobernador es un canalla estúpido, cuando se da el caso de
que yo apenas sé escribir y él sabe leer y escribir y sumar como un profesor.
Pero lo que yo digo es la pura verdad. Él es estúpido, y yo no, porque yo sé ver
mejor lo que hay dentro de los de su clase que lo que él ve que hay dentro de
la mía.
La alusión más clara en este párrafo es
que el narrador puede ver mejor dentro de nosotros los lectores que lo que
nosotros vemos en quienes son como él; y gran parte de la ironía que se
desprende del cuento se basa en el hecho de que mientras más simpatizamos y nos
identificamos con el narrador, más aceptamos su condena de nosotros.
A otro personaje
Más específicamente, la historia puede
estar contada a otro u otros personajes, en cuyo caso los lectores somos una
especie de mirones; el que cuenta no nos reconoce ni por suposición. Así como
narrador-autor que cuenta la historia en tercera persona es teóricamente más
impersonal que el personaje que cuenta mi historia en primera persona, el
lector es teóricamente un receptor más impersonal que cualquiera de los
personajes del cuento. He dicho teóricamente porque, sobre todo tratándose del
Punto de vista, más que de ningún otro elemento de la estructura narrativa,
cualquier regla que se trate de imponer parece más la invitación a violarla
hecha a un autor creativo.
En la novela o cuento epistolar, la
narración consiste íntegramente de cartas escritas por un personaje para otro.
Yo, Mukhail Ivanokov, maestro del mesón de
la aldea de Ilba en la República Soviética de Ucrania, le saludo y pido
clemencia, Charles Ashland, comerciante petrolero de Titusville, Estados
Unidos. Estrecho su mano.
O la convención puede ser un monólogo,
dicho en voz alta por un personaje, para otro personaje:
¿Me permitiría, Monsieur, ofrecerle mis
servicios? Si no le molesto, naturalmente. Mucho temo que ni pueda usted
hacerse entender por ese estimable gorila que maneja este bar. No habla más que
holandés. Y si usted no me permite ayudarle, nunca comprenderá que desea usted
un gin.
(Albert Camus, La caída)
Una vez más las posibilidades son
infinitas; el narrador puede hacer una confesión íntima a un amigo, a una
amante, o puede presentar el caso ante los tribunales o ante un grupo de
personas; puede estar escribiendo un informe muy técnico sobre la situación
asistencial, adecuado para ocultar sus propios sentimientos; puede estar
exprimiendo su corazón en una carta que él sabe que nunca enviará.
En cualquier caso, la convención adoptada
siempre será contraria que cuando se cuenta la historia al lector. El oyente,
al igual que el narrador, está inmerso en la acción; la convención no dice lo
que son los lectores, sino lo que no son: somos espías, con toda la ambigua
intimidad que esto supone.
Estructura del cuento
Eutiquio Cabrerizo
El cuento es la composición literaria más
antigua de la humanidad, pero también se está convirtiendo en su modalidad de
relato breve en una fórmula moderna de expresión dotada de inagotables
posibilidades.
Se trata de una composición de pequeña
extensión en la que empieza, se desarrolla y finaliza lo que se desea decir, y
se escribe pensando que va a contarse o va a leerse completamente, sin
interrupción, de forma diferente al resto de los géneros literarios, en los que
el escritor considera que puedan ser leídos por partes, en veces sucesivas.
Leyendo un cuento detenidamente, pueden
observarse las distintas partes que lo forman: La introducción, el desarrollo y
el desenlace. Cada una de estas fases se subdivide, a su vez, consiguiendo un
efecto armónico unitario.
De acuerdo con esta estructura, el
principio debe explicar:
-Quién es el protagonista.
-Dónde sucede la acción.
-Cuándo ocurre.
-Qué es lo que sucede.
-Por qué ocurre.
El núcleo del relato puede contener:
-Los obstáculos que dificultan el
cumplimiento de un deseo. En el cuento “La boda de mi tío Perico” los
personajes secundarios entorpecen que el invitado pueda asistir a la fiesta.
-Los peligros que amenazan directa o
indirectamente al protagonista. Un ejemplo es el cuento de “Los tres cerditos“,
donde el lobo representa las fuerzas del mal que se oponen a la felicidad de
los héroes.
-Las luchas físicas o psíquicas entre
personajes contrarios, que se resuelven en la parte final del cuento mediante
algún procedimiento inesperado. Sirve de ejemplo, entre otros muchos, la
relación de Cenicienta con sus hermanastras, salvada por el príncipe mediante
el símbolo del zapato.
-El suspenso producido por una frase que
se repite o un enigma imposible de descifrar para el lector o el oyente. Puede
ser el caso de la esfinge en la Grecia clásica o, en la más arraigada tradición
oral, el cuento de Caperucita, que es capaz de encoger el corazón de los más
pequeños en el insuperable diálogo de la protagonista con el lobo.
El desenlace de la narración podrá ser:
-Terminante: El problema planteado queda
resuelto por completo. En el cuento de “La Cabra y los siete Cabritos” la
muerte del lobo cayéndose al agua con la barriga llena de piedras aleja para
siempre el peligro.
-Moral. El comportamiento de los
personajes transmite el valor ético que se desea mostrar. Entre los muchos
cuentos moralistas pueden citarse “El pastor y el lobo“, “El león y el ratón“,
etc.
-Dual. Existen dos protagonistas de
caracteres opuestos, que producen efectos contrarios dependiendo de sus actos.
En el cuento de “Las dos doncellas “una de ellas arroja sapos por la boca por
su mal comportamiento mientras que de la boca de la segunda salen joyas y
piedras preciosas debido a su generosidad y buen corazón.
-Esperanzador. Al final del relato se
sugieren posibles modificaciones de actuación que pueden resolver el problema
en el futuro. Un cuento de este tipo puede ser “El ruiseñor y el emperador“,
donde la proximidad de la muerte de éste le ayuda a conocer el verdadero
comportamiento de sus servidores y le permitirá corregir sus errores a partir
de ese momento.
Los diálogos
Eduardo J. Carletti
Hay un momento en la creación literaria
cuando un escritor, con descripción y otros recursos, ya ha llevado a la vida a
sus personajes. En ese momento éstos toman vida y comienzan a actuar frente al
lector. Es un momento crítico. Las descripciones del personaje pueden ser más o
menos detalladas: el lector llenará los huecos con su imaginación. El
movimiento físico de un personaje se puede “disfrazar” usando más o menos
detalle en el relato. Quiero decir que, como en el cine, se puede enfocar su
acción física con variados recursos, que involucrarán, a voluntad del escritor,
diferentes “tomas” o puntos de vista de cámara. Se ve todo de lejos, por
ejemplo. O el hecho lo ve un personaje y sólo se cuentan algunas de sus
impresiones. En otros casos una acción se puede describir, por ejemplo, con un
breve párrafo: “Lucharon y en la refriega el ladrón le clavó un cuchillo en el
vientre”, en lugar de con una larga y detallada escena de movimientos, con su
coreografía y descripciones. En el primer caso se logra decir, con poco texto,
lo que en el segundo caso se muestra, recurso que evita un excesivo compromiso
con la acción (uno podría ser un mal coreógrafo de peleas) y permite que los
detalles sean creados por la imaginación del lector.
Pero llega un momento en que los
personajes deben actuar en un nivel que ya no es tan fácil de dibujar: los
diálogos.
Dice Umberto Eco: «Hay un tema muy poco
tratado en las teorías de la narrativa: […] los artificios de los que se vale
el narrador para ceder la palabra al personaje». Los diálogos son lo más
difícil de la literatura escrita: no hay un estándar, cada tipo de persona se
expresa de diferente manera; no se puede llenar la brevedad de texto con gestos
y expresiones, como en el teatro (donde los actores deben ser buenos, además
del escritor); los textos demasiados largos pasan a ser discursos y poca gente
-excepto los políticos, cuando quieren convencernos de que los votemos- habla
con discursos.
Para tener una buena idea de cómo es en un
diálogo real es un buen experimento grabar la conversación de un grupo sin que
ellos lo sepan; se sorprenderán al ver cómo se expresa la gente en realidad.
La forma de expresión de un personaje, si
está bien lograda, indica qué y quién es. Si se sabe llevar un diálogo y se
sabe condimentar su contenido, se pueden obviar parrafadas de explicaciones y
pesada descripción. El otro extremo es algo parecido a un teatro de títeres: el
autor habla a través de muñecos, intentando darles vida, pero se nota que son
muñecos porque todos hablan igual. O hablan de un modo que -se nota de
inmediato- nadie hablaría. En alguna parte leí, como ejemplo, que los personajes
hablan a veces como “si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala
obra de teatro”. Lo de “mala obra” es clave aquí: los personajes de un texto no
pueden apelar a la expresión corporal como lo haría un buen actor en una obra
con un pobre guion. En una obra escrita, si el texto del diálogo es malo no hay
solución, se nota de inmediato: el diálogo es malo, por ende la historia es
mala.
El diálogo se puede analizar
científicamente, intentando hacer una completa disección. Intentaré enumerar algunos
elementos que me parecen clave:
Lenguaje
y modo:
Las personas hablan de muy diferente modo
según su:
Origen: nacionalidad, provincia, ciudad,
barrio, clase social;
Formación: cultura nacional y local,
entorno familiar, estudios, lecturas;
Edad: física, mental y cultural;
Inclinaciones: políticas, sexuales, de
gustos, culturales;
Emoción que lo domina.
Se suele trabajar en base a “tópicos” o
ideas ya hechas sobre los tipos de personas, las franjas de edad y las clases
sociales. Pero todo esto es terreno pantanoso: las costumbres de las clases
sociales, las formas de expresión de las diferentes franjas de edad, incluso el
lenguaje en general de un entorno cultural, cambian continuamente. No se puede
basar un diálogo en diálogos leídos en un libro, a menos que todos los
parámetros (época, lugar, clase, tipo de persona) coincidan plenamente. Mucho
menos de películas u obras de teatro, donde la expresividad de los actores
ayuda a lograr lo que no pueden lograr los textos de los diálogos. El escritor
debería hacer un “trabajo de campo”, procurando escuchar diálogos entre
personas de diferentes grupos, al efecto de compenetrarse o al menos comprender
que existen formas extremadamente diferentes de expresarse y llevar una
conversación.
El escritor jamás debería dejarse llevar
por sus necesidades de expresión: el diálogo pertenece al personaje, no al
autor. El resultado de un error así suele resultar grotesco: los personajes
-para ayudar al escritor a informar al lector- se explican entre ellos las
cosas que acaban de vivir (algo que nadie hace), o cuentan sucesos que los
emocionan como si fueran doctores en biología que describen una disección, o se
mandan un largo discurso más parecido a una clase de Historia que a cualquier
tipo de información que se pueda intercambiar entre personas.
Otra falla muy común es repartir un
discurso entre varios personajes, este pedazo para Juan, este otro para Pedro,
aquel otro para Ignacio, en fragmentos de diálogo encadenados entre sí y
llevados siempre en el mismo estilo y con la misma entonación, y en un acuerdo
total de intención y expresión, logrando que se note claramente que en realidad
habla un solo interlocutor a través de las bocas de varias personas, como si se
tratara de un extenso espectáculo de ventriloquía. Este tipo de diálogos se
encuentra muy habitualmente en las obras de ciencia ficción.
Estado
emocional:
No es fácil expresar el estado emocional
de un personaje que dialoga. Las acotaciones constantes pueden quitar ritmo o
resultar molestas, y cualquier descripción del estado mental del personaje al
principio de la conversación es olvidada rápidamente por el lector si los
diálogos tienen contenido de importancia y si los personajes se expresan de un
modo neutral que no refleje sus emociones. Y esto último es la clave: las
personas se expresan de muy diferente modo según su estado emocional. Si el
texto del diálogo no refleja ese estado mental es inútil bombardear al lector
con descripciones y aclaraciones. Es necesario aquí, de nuevo, un “trabajo de
campo” que nos permita observar de un modo imparcial la manera en que una
persona habla si está feliz, o enojada, o nerviosa, o asustada, o se siente
mal, o está embobada con su interlocutor, o lo odia, etc. Veremos que las
frases se cortan, que el flujo de pensamiento lleva a la persona a saltar de
tema y luego volver, que no siempre -o pocas veces- el interlocutor apoya el
texto del otro, ayudándolo a seguir, sino que muchas veces interrumpe, complica
y deforma el sentido, o habla de otra cosa “descolgada”, etc. Un buen diálogo
debe tener un poco de este tipo de estructura -demasiado puede hacer confusos
los diálogos-, tan habitual en la vida real.
Estructura
de las frases y lenguaje:
Justamente, la estructura de las frases de
un diálogo está en relación directa con los dos puntos anteriores. El autor
debe esforzarse en reflejar características en la estructuración de los textos
de diálogo que serían normales en el habla de una persona según cuál sea la
extracción social, económica, de edad, etcétera, del personaje que tiene la
palabra. Frases más cortas -telegráficas- o extensas y farragosas; oraciones
que se cortan; mal uso de algunas palabras o una estructuración más pulcra;
reiteración de algunas palabras; uso de términos relativos a un grupo cultural;
conjugaciones incorrectas; etc. Además, según el estado mental del personaje,
es imprescindible mostrar algún cambio en su forma de expresarse. La variación
en la expresión caracteriza y da vida a los personajes mucho más que lo que
hacen cuando se mueven por la escena y mucho más que lo que el autor quiera
“vender” en las descripciones.
Contenido
del texto:
Hay que tener mucho cuidado en los
contenidos de un diálogo. Uno debe preguntarse todo el tiempo: ¿Hablaría así?
¿Lo diría así? No siempre es posible responder desde la subjetividad, hay que
preguntarse también si nuestro personaje, tal como lo hemos delineado, diría
eso y de esa manera. Hay que imaginarlo en una esquina de nuestro barrio, o en
el colectivo que toma todos los días, o en su trabajo, diciendo eso que ponemos
en su boca. ¿Lo diría así? ¿Qué gestos haría? ¿Se cortaría, largaría un
exabrupto en el medio, esperaría la afirmación de su interlocutor antes de
terminar? Hay que observar, observar, observar. Insisto, observar gente real,
no actores. Cuidado con el cine, cuidado con las novelas, cuidado con las
series. Hay mucha, muchísima falsedad.
Explicaciones:
Un defecto muy común es el de introducir
excesivas explicaciones en los diálogos: los personajes aparecen explicando lo
que el autor desea -o necesita- explicar. Esto suele ser muy malo para los
climas. Se debe evitar toda vez que se pueda. Las explicaciones debe hacerlas
el autor fuera de los diálogos. O intercaladas. Nunca poner un personaje dando
discursos en un diálogo. Es recomendable, en estos casos, extraer la
explicación fuera, como en el ejemplo que sigue:
Dentro
del diálogo:
-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-.
No sabemos de dónde vienen. Tienen naves gigantescas, del tamaño de una ciudad,
que se mueven con algún sistema de antigravedad. Se lanzan sobre nosotros desde
órbita, sin previo aviso, y en segundos matan a decenas de miles. Dicen los
científicos que su comportamiento agresivo se debe a un arrastre genético, que
en la parte primitiva de su evolución eran depredadores al estilo de los
carnívoros cazadores de la Tierra. Parece que conservan gran parte de esa
agresividad que produce la adrenalina (o lo que sea que se vuelca en sus
sistemas circulatorios) cuando pretenden obtener algo. Es el instinto de
cacería, un estado excitado parecido al que deben sentir los animales que
persiguen en jauría cuando se lanzan en carrera tras una presa. Seguramente has
visto documentales de lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de
frenesí que los lleva a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso
pelearse feo entre ellos.
Fuera
del diálogo:
-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-.
No sabemos de dónde vienen.
Explicó que esos seres tenían naves
gigantescas, del tamaño de una ciudad, movidas por algún sistema de antigravedad,
y se lanzaban sobre ellos desde órbita, sin previo aviso, matando en segundos a
decenas de miles. Según los científicos, un comportamiento agresivo que se debe
a un arrastre genético.
En la parte primitiva de su evolución esos
seres eran depredadores al estilo de los carnívoros cazadores de la Tierra. Al
parecer conservan gran parte de esa agresividad que produce la adrenalina, o lo
que sea que se vuelque en sus sistemas circulatorios cuando pretenden obtener
algo. Son arrastrados por el instinto de cacería, un estado excitado parecido
al que deben sentir los animales que persiguen en jauría cuando se lanzan en
carrera tras una presa.
-Seguramente has visto documentales de
lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de frenesí que los lleva
a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso pelearse feo entre
ellos.
Hemos visto un ejemplo breve, donde no
parece haber gran diferencia en el resultado. Sin embargo, en algunos casos es
esencial. Este tipo de trabajo de “extracción” de las explicaciones es muy
efectivo cuando se hace en parrafadas muy extensas de discurso.
El
apoyo de los diálogos:
Le llamo apoyo a las acotaciones que se
hacen en o entre los textos que hablan los personajes, tales como “dijo Pedro”,
“explicó Juana” o “dijo con tristeza”, o a veces antes de la línea de diálogo:
“Jorge se levantó y dijo con decisión:”. Parece que hubiera, en la lengua
hispana, alguna contrariedad a estas acotaciones. Suele ocurrir que los autores
hispanoamericanos se vayan a los extremos y no pongan absolutamente ninguna
acotación, volviendo difícil seguir las conversaciones. Ocurre en un diálogo
más o menos intenso que de pronto uno se ha perdido, que de repente el
personaje que uno creía era Juana dice algo que sólo puede decir Pedro. Hay que
volver atrás y resincronizarse. Considero que esto es lo peor que le puede
ocurrir a una historia en la parte de los diálogos. El lector debe saber en
cada momento quién habla, sin esforzarse. Y además debe saber cómo habla: si
gesticula, si levanta la voz, si lo dice en un tono más bajo, si se emociona,
si se nota la agresividad, si aprieta los dientes entre frases, si sus ojos
brillan o si mira con enojo; si se respalda en su silla o está tenso, inclinado
hacia delante, etcétera. He leído cuentos impactantes, poderosos, excelentes,
ágiles pero colmados de acotaciones, sin notar que éstas estaban ahí. Sólo las
vi cuando analicé el texto, no al leerlo. No es cierto que el lector se traba
con estas acotaciones o que éstas frenan o quitan fluidez a la lectura: todo lo
contrario, las acotaciones ayudan a leer con mayor claridad y sin “tropezones”.
Conclusión:
Por último, es importante acotar que los
diálogos son un elemento fuerte e imprescindible en una historia. Jamás hay que
evitarlos, porque le dan vida a una historia. No es concebible imaginar una
novela sin un diálogo, aunque sí hay cuentos que no los tienen. Los cuentos sin
diálogo suelen ser pesados o aburridos. Sólo se salvan aquellos escritos en
primera persona porque en realidad funcionan como un diálogo (un monólogo)
entre el escritor y el lector.
El diálogo da vida y fluidez a una
historia. Quita el centro de atención del discurso del escritor y lo lleva a
los personajes. Permite que el lector sienta los hechos junto a los personajes,
apartándose un poco del autor. Si el lector se identifica con los personajes,
esta vida se convierte en sentimiento y emociones. A pesar de que los diálogos
sean difíciles de trabajar y nos asusten las dificultades, esforzarse en ellos
puede producir un efecto final mucho más intenso que cualquier otro elemento de
una obra literaria.
Es un buen ejercicio releer obras que
hemos disfrutado mucho buscando los diálogos y analizándolos en estructura y
contenido, para ver cómo han sido manejados por el autor.
Lectores de editoriales, los primeros
críticos
Álvaro Colomer
"Cobran poco, ganan enemigos
diariamente, trabajan en el anonimato y, sin embargo, son los primeros
responsables de cargar de buenos textos los anaqueles de las librerías. Los
lectores de las editoriales son la cruz de la moneda, cuya cara son los
críticos literarios."
R.R.O. es un chaval de 24 años que ha
enviado el manuscrito de su novela a varias editoriales. Ha sido un año de
trabajo duro y solitario en el que ha volcado su ilusión y su dinero en el
proyecto. Se ha devanado los sesos para encontrar la palabra exacta, expresar
las ideas correctamente… La semana pasada recibió respuesta de dos editoriales:
no les interesa. “No hay derecho -dice-. Mi novela es mejor que muchas de las
ya publicadas, pero como no soy nadie… Estoy seguro de que ni se la han leído”.
Aunque creerse un genio maltratado le consuele, se equivoca. Actualmente, se
puede afirmar que todos los manuscritos enviados a editoriales medianamente
serias son leídos. Otro asunto es saber por quién.
Cada editorial cuenta con un comité de
lectura encargado de hacer una primera criba del material recibido. Por unas
siete mil pesetas el libro, los lectores deben valorar la calidad literaria y
comercial del producto que tienen delante. Son profesores, críticos, filólogos
o profesionales amantes de las letras. Necesitan ser intuitivos, objetivos,
severos, confiar en su propio criterio y, como sentencia R.R., lector de la
editorial Lengua de Trapo y de Plaza y Janés, “tener muchísima paciencia, sillones
cómodos, poca vida social y unas necesidades económicas mínimas. Además, mucha
modestia. Un lector no tiene que expresarse a sí mismo en un informe, sino que
debe explicar un libro a alguien que no lo ha leído”. R.H., lectora de Debate,
añade: “Y saber leer, que no es tan fácil”.
Tras analizar un manuscrito, el lector
realiza un breve informe donde resume el argumento del libro, valora su calidad
literaria, lo engloba en un género, puntúa su originalidad y lo sitia dentro de
la línea editorial de la empresa. Este último punto es clave: antes de enviar
un texto, el aspirante a escritor debe conocer las colecciones y el mercado al
que se dirige la editorial. Si el informe es positivo, se entrará en un proceso
de lecturas cruzadas para contrastar opiniones y, al final, el editor decidirá
si lee él mismo el texto. “A mí me puede interesar un lector que lea mal porque
me orienta”, dice C.B. editor de Debate, para quien la sintonía editor-lector
es la clave. Pese a todo, muchos manuscritos son desechados tras una lectura
sesgada. Con veinte o treinta páginas se puede percibir perfectamente la
calidad del texto que ha llegado a la editorial.
Pero R., nuestro escritor bisoño,
desconfía de las editoriales. Muchas son las anécdotas capaces de desacreditar
el ingrato trabajo de los lectores. Juegos de la edad tardía, de Luis Landero,
fue rechazado varias veces antes de alcanzar su merecida fama. Y ni que hablar
del camino recorrido por Cien años de soledad.
Porque, aparte de lectores, estos
profesionales son humanos y, como tales, pueden cometer errores. Es más
morboso, y más fácil, contar los fallos que los aciertos. “Cuando era más
ingenuo, entregaba una copia de los informes a los escritores -afirma J.H.,
editor de Lengua de Trapo-, pero los lectores lo sabían y los escribían con
menos frescura”.
Maneras
de decir “no”
Hacia los años setenta, la escritora
Marguerite Durás mandó a su editor francés una novela que él mismo había
publicado años atrás. Durás había cambiado el título y firmaba con seudónimo.
La novela fue rechazada. También a Doris Lessing le fue devuelta una novela con
seudónimo. Inmediatamente después de reconocer su autoría, el libro salió a la
venta. Aunque la mayoría de editores reconocen mirar los datos del escritor,
tanto por cazar talentos como por asegurar ventas, los lectores evitan hacerlo.
Los manuscritos enviados siempre van
acompañados de una carta donde el escritor, en cuatro líneas, debe presentarse.
Ahora está de moda enviar una foto junto al manuscrito y también firmar con
seudónimo. “Hay escritores que presentan manuscritos con las portadas llenas de
dibujitos y esas cosas. Sólo con la presentación ya sabes si contiene tonterías
o literatura”, afirma C.B. E.Q., lectora de cinco editoriales, recuerda una
carta en la que la madre del aspirante detallaba la depresión en la que estaba
sumido su hijo por culpa de la novela. Para evitar este tipo de presiones, así
como amiguismos o represalias -que las ha habido-, los cribadores editoriales
suelen trabajar desde el anonimato.
Aproximadamente un mes después de recibir
la obra, el editor responderá al impaciente escritor. Pueden ocurrir tres
cosas: la primera es que la novela sea cortésmente rechazada. R.R., que aparte
de ser lector acaba de publicar su tercera novela, La fórmula Omega, dice:
“Odio las cartas de rechazo que comienzan: «Independientemente de la calidad de
la obra…» He recibido muchas y siempre he pensado: ¡Coño!, entonces, ¿de qué se
trata, si no es precisamente de la calidad de la obra?”. Los editores saben que
están rechazando proyectos cargados de ilusión, por lo que tratan de ser
sutiles. La segunda posibilidad, algo más complicada, es que se decida no
publicar esa novela, pero se muestre un sincero interés por un autor aún verde
que promete madurar. La tercera, lejana y casi onírica, es que un montón de
meses después se publique la obra. Es posible, además, que el editor recomiende
hacer algunos cambios en la novela, aunque la última palabra siempre la tiene
el escritor. Por otro lado, existen editoriales que promueven la autoedición y
afirman que también poseen un comité de lectores. Por lo general es falso, pero
el escritor que paga prefiere creérselo.
España está a la cabeza mundial en cuanto
a la producción de libros. Unos cincuenta mil nuevos títulos aparecen en
nuestras librerías anualmente. De esa cantidad, diez mil son literarias. No es
que cada editorial publique muchos libros, sino que en España hay muchas
editoriales y es difícil que una buena obra pase desapercibida. Quién crea que
los cuatro grandes nombres del sector acaparan el grueso de la publicación
peninsular es un error. Ciertamente, todo proyecto de escritor debe apuntar a
las editoriales más importantes, pero, descartadas éstas, hay que bajar el
listón. Muchos de los llamados autores revelación fueron primero rechazados por
los popes de la edición, pero respaldados por pequeños empresarios del
mundillo. Valgan como ejemplo Juan Manuel de Prada, Antonio Álamo o Juan
Bonilla.
La cantidad de libros publicados nos da
una idea de los libros rechazados. Por ejemplo, de unas cuatrocientas novelas
recibidas anualmente por una editorial, se publican unas cincuenta. Para
seleccionar las obras que han de ver la luz, las pestañas de los lectores están
más que quemadas. En la actualidad, M. A. L., traductor, crítico y lector, ha
abandonado los manuscritos porque “creo que hay que descansar para no perder
los propios referentes”. E.Q. se recicla de otra manera: “se lee mucha
porquería. Para no perder el criterio, releo mis clásicos de vez en cuando”.
Una anécdota escalofriante para los
nóveles es el rumor que afirma que Patrick Süskind escribió su propia novela
basándose en la idea de un escritor rechazado: así nació El perfume. Desconfiar
del resto de escritores y demás monstruos relacionados con la literatura es
algo usual entre los aspirantes. Para evitarlo muchos envían su manuscrito con
el copyright e, incluso, con el mismísimo contrato listo para ser firmado. Para
la mayoría de lectores eso es una fantasía propia del escritor frustrado. Las
palabras de R.R. son contundentes: “Odio la perversión del razonamiento que
conduce a pensar: como no me hacen caso, señal inequívoca de que soy un genio”.
Nada más alejado de la realidad.
Algunos
consejos a los escritores
1) Visitar una librería y hacer un cuadro
que recoja la línea de cada editorial y de sus diferentes colecciones.
Seleccionar cuidadosamente dónde podría encajar el libro. No perder tiempo,
dinero y esperanzas con las otras.
2) Redactar una carta de presentación
escueta: los datos personales y un breve currículum son suficiente. No explicar
la vida y milagros ni defender o ensalzar la obra y, sobre todo, no hacer la
pelota. La carta de presentación no es otra novela.
3) Cuidar la presentación del manuscrito,
facilitar la lectura y tener en cuenta que se valora el contenido, no el
continente.
4) Enviar el texto a las editoriales
importantes y, si no hay suerte, ir bajando el listón. Contando las editoriales
pequeñas, España ofrece muchísimas posibilidades.
5) Esperar. La respuesta suele tardar
entre quince días y un mes. Si se retrasa, llamar.
6) Solicitar una copia del informe.
Seguramente le será denegada, pero inténtelo.
7) Seguir enviando la novela. Algún editor
recomienda cambiar el título y el nombre (un seudónimo sirve) y enviarla de
nuevo a la editorial que la rechazó, porque el factor suerte juega un papel
importante.
La historia de la ficción
Niveles de realidad en la obra
literaria
E.L. Doctorow
1. Históricamente, existió algo parecido a
una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que
escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es
ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado
porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias
narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera
repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses
particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando
flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los
hilos, habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero
carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de
ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde
los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo
que pudo haber sido la Troya real.
Pero a Homero (o el elenco de poetas que
escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía
politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas
que nadie -ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes- jamás alcanzó a emular en su
pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará
con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre -celosos, mezquinos, con
carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de
género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que
utilizan así en la tierra como en el cielo.
¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a
La Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue
transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que
se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora
revelación del bardo.
2. La Sociedad Ricardo III en Inglaterra
(con sucursal en Estados Unidos) querría recuperar la reputación de este hombre
de los daños que le hizo William Shakespeare con sus calumnias. Shakespeare
tomó su retrato de un rey deforme y asesino múltiple de Raphael Holinshed, cuya
crónica estuvo profundamente influenciada por el relato de Tomás Moro, un
propagandista Tudor -entre otras cosas, los Tudor habían puesto fin a la
dinastía de los Plantagenet, y al propio Ricardo, en la batalla de Bosworth Field
en 1485.
Los ricardianos aseguraban que su rey no
era la criatura deforme que retrató Shakespeare. Decían que los asesinatos
atribuidos a Ricardo -específicamente aquel de sus dos sobrinos encerrados en
la Torre- son algo de lo que se carece de pruebas. En cambio, hallaron
evidencia de que era un buen rey que gobernó sabiamente. Sin embargo, lo que
sea que haya sido Ricardo, y cuán injustamente haya sido mitologizado, es
ahora, y ha sido por siglos, el polvo al que todos volveremos, y hay una verdad
más alta para la autorreflexión de toda la humanidad en la visión
shakespeariana de su vida que el que cualquier conjunto de datos puede proveer.
La enorme popularidad de esta obra granguiñolesca, desde su primera
representación hasta la actualidad, proviene de la realidad que representa: el
hecho de que todos los hombres pueden pretender una existencia anticipatoria.
Ahora sabemos, admitiendo a medias nuestra rara fascinación por ese asesino de
hombres, mujeres y niños, vengativo e inmensamente vital, que se trata del
arquetipo del alma torturada, para la que nunca habrá refugio en los infiernos
de su descontento.
Qué son capaces de hacer los hombres por
poder, qué muerte monumental y cuánta devastación son capaces de producir al
servicio de un espíritu monárquico y maligno es algo que exhiben
espectacularmente los acontecimientos del último siglo que pasó. Así es que si
el Ricardo III de Shakespeare puede ser desoído por la instrucción que brinda,
la identificación profética de una clase de posibilidad humana ha sido
registrada con lenguaje inimitable.
3. Napoleón, como protagonista de La
guerra y la paz de Tolstoi, más de una vez está descrito con “manos gorditas y
pequeñas”. No podía sentarse en la montura del caballo de modo “bien o firme”.
De él se cuenta que es “bajito”, con “músculos gordos… piernas cortas” y un
“rotundo estómago”. Y que olía siempre a “Eau de Cologne”. El tema aquí no es
la exactitud de la descripción de Tolstoi -que no parece muy alejado de las de
relatos no ficticios- sino su selección: otras cosas que pudieron decirse de
este hombre no se dijeron. Lo que nos obliga a atender la incongruencia de un
emperador brioso en el cuerpo de un gordito francés. Este es el punto. La
consecuencia de tal disparidad entre forma y contenido puede ser contada en los
soldados muertos por todo el continente europeo.
Es una estratagema del novelista así como
del dramaturgo para simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje.
Se nos presenta, merced a Tolstoi, un Napoleón pomposamente megalomaníaco.
En una escena del “Libro Tres” de La
guerra y la paz, cuando los conflictos franco-rusos llegaron al crucial 1812,
Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, un tal general Balashev, que
viene a ofrecer la paz. Napoleón monta en furia: ¿no cuenta él después de todo
con un ejército numéricamente superior? Él, no el zar Alejandro, será quien
dicte los términos. Por haber entrado en una guerra en contra de su voluntad,
destruirá Europa si su voluntad es frustrada. “¡Es lo que ganaron por haber
alienado mi voluntad!”, grita. Y luego, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó de un
lado a otro de la habitación, sus hombros gordos se movían nerviosamente”.
Tolstoi trabajó e investigó en la reconstrucción histórica, pero la composición
del relato es enteramente suya.
4. Homero era Homero, un bardo a finales
de la Edad de Bronce. En la Edad de Bronce, los relatos eran un medio
fundamental para recopilar y transmitir conocimiento: eran la memoria pública;
preservaban el pasado, instruían a los jóvenes, y creaban una identidad
comunal. Así que estábamos preparados para hacer concesiones. Pero las hacemos
también con esos otros escritores de aquella era, los escritores y redactores
de la Biblia Hebrea. Para ellos, como para Homero, no existía nada semejante a
un estilo puramente fáctico; no había una educada observación del mundo natural
que no fuera creencia religiosa, ninguna historia que no fuera leyenda, una
información práctica que no resonara en lenguaje elevado. Al mundo se lo
percibía encantado. La Ilíada cuenta con muchos dioses; en la Biblia, desde
luego, hay un único Dios a quienes los escritores bíblicos otorgan autoridad.
Pero sea bajo muchos dioses o bajo un solo Dios, los relatos en este período se
presumían verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de
contar un cuento tenía una presunción de verdad.
Hacemos concesiones con Shakespeare,
también, pero por la única razón de que es Shakespeare. En el período isabelino
la inspiración religiosa se desprendió del hecho científico, la verdad debía
probarse ahora por observación y experimentación, y el hecho estético era una
producción autoconsciente. La realidad era una cosa, la fantasía otra. Dios
estaba institucionalizado, y en un mundo desencantado merced al conocimiento
racionalista y empírico, los relatos ya no eran los medios fundamentales del
conocimiento. A los narradores, a quienes relataban los cuentos, se les
reconoció que eran mortales, por más que algunos de ellos hayan sido
inmortales, y un relato podía ser de veras creído y tomado por cierto, pero ya
no lo era simplemente por el solo hecho de ser contado.
Hoy sólo los niños creen en los cuentos:
creen que son ciertos por el hecho de que se los cuentan y punto. Los niños y
los fundamentalistas. Esto da cuenta de los dos mil años de decadencia de la
autoridad de la narración.
5. El siglo XIX indicó, de modo más claro
que la época isabelina, que el escritor ya no tenía el status de revelación
divina. El Napoleón de Tolstoi se despliega en un volumen de casi mil
trescientas páginas. No es el único personaje históricamente verificable. Está
también el general Kutuzov, comandante en jefe de las fuerzas rusas, el zar
Alejandro, el conde Rostopchin, el gobernador de Moscú. Son presentados como si
formaran parte del mismo protoplasma de los familiares de Tolstoi. Esta fusión
del dato empírico y la ficción existe dentro de un mundo panorámico, como en La
Cartuja de Parma, de Stendhal, o Los Tres Mosqueteros, de Alejandro Dumas,
donde figura el Cardinal Richelieu, y de un modo no muy favorable.
En la Norteamérica del siglo XIX, la
audacia histórica de los novelistas tendía a estar un paso más allá. Hawthorne
en The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista
utópico de Brook Farm, traza un retrato exacto de la protofeminista Margaret
Fuller, aunque le endilga otro nombre. Así que procede con la circunspección, o
la sonrisa audaz, del roman à clef. Pero la audacia bajo otra forma, la audacia
como principio rector, se halla en la novela sobre la Guerra Civil de Stephen
Crane, La roja insignia del coraje, un relato de alguien que estuvo ahí hecho
por un escritor que nunca estuvo ahí. Y el proyecto más estrafalario es desde
luego Moby Dick de Melville, donde la divina bestia que rige un universo
indiferente se compone con los sucios materiales del comercio ballenero.
Común a todos los grandes practicantes del
arte de la narrativa en el siglo XIX es la creencia en el poder de la ficción
como sistema legítimo de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción, o
de cualquier otra forma, puede ser visto como un transgresor arrogante, no es
más que un conservador del sistema antiguo en su arte de organizar y compilar
el conocimiento que llamamos relato. En su corazón, el narrador pertenece a la
Edad de Bronce, y en definitiva vive gracias a ese discurso total que antecede
a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.
Una cuestión pertinente aquí es si su fe
en lo que hace es justificada. Si bien los narradores bíblicos atribuían su
inspiración a Dios, los escritores parecen pensar en una especie de poder
personal. Mark Twain señaló que nunca escribió un solo libro que no se haya
escrito él solo. Y Henry James, en su ensayo El arte de la ficción, describe su
propia energía como “una inmensa sensibilidad que convierte los propios
movimientos del aire en revelaciones”. Aquello que el novelista es capaz de
hacer, asegura James, es “adivinar y separar lo que está oculto de lo que es
visible”.
Su talento, su don, parece proceder de su
propia naturaleza, inherentemente solitaria. Un escritor no tiene credenciales,
salvo su autoconciencia de serlo. A pesar de los programas universitarios sobre
escritura, no hay institución que le pueda dar a un escritor una matrícula que
lo habilite a ejercer, nada equivalente a lo que le puede suceder a un médico
que obtiene su título en la Facultad de Medicina. Son especialistas en nada.
Están libres. Pueden usar los descubrimientos de la ciencia, las poéticas de la
teología. Están libres para usar leyendas, mitos, sueños, alucinaciones, y los
murmullos de la gente loca o pobre de la calle. Nada es excluido, y menos la
historia.
6. Durante los últimos treinta años,
muchos novelistas y dramaturgos han incursionado en el campo histórico. Lincoln
aparece en muchas novelas; y figuras tan distintas entre sí como Sigmund Freud,
J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn aparecen en roles principales o marginales; hay
novelas sobre escritores, Virginia Woolf, el propio James, por ejemplo, lo que,
me parece, implica una justicia poética.
Desde luego que el escritor tiene una
responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva
para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como
se escribe, con ánimo libre.
Una vez que se escribe la novela, la
presencia histórica de la que habla se desdobla. Tenemos a una persona, tenemos
su retrato. No son lo mismo, no pueden serlo.
7. ¿Qué papel desempeñan en todo esto los
auténticos historiadores? Si bien los historiadores de la Asociación Histórica
Estadounidense probablemente piensen que los novelistas que utilizan material
histórico son algo así como los trabajadores indocumentados que cruzan la
frontera por la noche, sin embargo todos los narradores guardan entre sí un
parecido natural, sea cual fuere su vocación o profesión.
Roland Barthes, en un ensayo titulado
Discurso histórico, concluye que el tropo estilístico de la narrativa
histórica, la voz objetiva, “se vuelve una forma particular de ficción”. En la
medida en que todo texto tiene una voz, la voz impersonal, objetiva del
historiador narrativo es su marca de fábrica. La presunción de factualidad
subyace a toda la documentación que han sabido reunir, y entonces a esa voz le
creemos. Es la voz de la autoridad.
Pero ser conclusivamente objetivo es no
tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial, como si no se
tuviera un lugar en el mundo. Las investigaciones históricas cuentan con muchas
fuentes, pero deben decidir qué es relevante y qué no, para que cumplan sus
propios fines. Deberíamos reconocer el grado de creatividad de esta profesión,
que va más allá de la inteligencia y la erudición. “No hay hechos en sí
mismos”, decía el viejo y peludo Nietzsche. “Para que un hecho exista, antes
debemos darle significado.” La historiografía, como la ficción, organiza sus
datos, para enfatizar significados. La matriz cultural en la que trabaja el
autor condiciona siempre su pensamiento.
Sin embargo, reconocemos la diferencia
entre buena historia y mala historia, así como entre una buena y una pésima novela.
El historiador erudito y el novelista
indocumentado hacen causa común como obreros de la Ilustración. Son
confrontados con falsas historias, pervertidas por propósitos políticos. Porque
la “Historia”, desde luego, no es algo puramente académico. Es también algo
urgente y candente. “Quien controle el pasado controlará el futuro”, decía
George Orwell, en 1984.
El novelista trabaja para comprender que
la realidad es susceptible de cualquier interpretación que se le haga.
El historiador y el novelista trabajan
para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente transmitidas de sus
sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más
abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras
escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de
los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y
la sangre de gente que vive y que siente.
La consanguinidad de los historiadores y
de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados
historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito
novelas. Un biógrafo presidencial no encontró otro modo de cumplir su trabajo
que nutriéndose de los vuelos de una fantasía que no puede justificar sus
fuentes. No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué
escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e
invisible?
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a
comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin
manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad, sin jactancia ni cohibición-
está en condiciones de apreciar en su totalidad la “generosidad” de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no
es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de
descubrimientos, o de momentos de comprensión. Uno de los errores más
habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es
contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información
que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en
sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La
ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de
igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor
ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa
que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo
vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que
podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la
diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace
con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último
momento, y al llegar a este punto salta y exclama: “¡Sorpresa!” Si el escritor
cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan
importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace
una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada
desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector
sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es
que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es
simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar
por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien
aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima,
no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es
cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje
central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca
negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal,
pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que
así es. (…)
En el análisis final, la verdadera intriga
viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en
consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de
los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a
su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo
que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse “¿Qué les ocurrirá ahora a
los personajes?” lo que se plantea es: “¿Qué hará Frank a continuación? ¿Qué
diría Wanda si Frank decidiera…?” y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el
lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por
los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de
la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado
información importante, está en situación de advertir el error si el autor
extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una
dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que
nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(…) La moralidad de la historia de Frank y
Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo
cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en
todo caso, lo hace indirectamente. El joven escritor que comprende por qué es
más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema,
sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa, está en situación
de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente,
para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y
no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede
abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en
el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo
recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y
no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque
esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización.
Las técnicas que emplea porque la historia lo exige la emplea con brillantez.
Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(…) La buena novela tiene hondura
intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea
estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un
ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde
de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles
y sex-shops y practica la usura. ¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren
sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha
enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía
y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa? Como planteamiento
es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es
más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan
obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo
más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de
esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un
tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no
empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la
novela. El ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el
que moverse, algo que ayude a definirlo. El argumento existe para que el
personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector
cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo
transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y
paga las consecuencias u obtiene recompensas. (…)
En casi toda buena novela, la forma básica
-casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo
persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan
sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
Cuento versus novela
Daniel Herrera Cepero
Tomando como base el ensayo del escritor
argentino Julio Cortázar “Algunos aspectos del cuento” (originalmente publicado
en Diez años de la revista “Casa de las Américas”, nº 60, julio 1970, La
Habana) y cotejando éste con otros textos de otros autores, vamos a trazar aquí
unas líneas generales que nos sirvan de acercamiento reflexivo hacia el debate
que nos ocupa: ¿Qué diferencia al cuento de la novela?
Desde la aparición de las narraciones
extraordinarias de Edgar Allan Poe y los relatos de Kafka, pasando por el
impulso dado por el boom latinoamericano, hemos llegado a un punto en que el
interés por el cuento no ha dejado de subir. En 1970 Julio Cortázar afirmaba
que “casi todos los países americanos de lengua española le están dando al
cuento una importancia excepcional que jamás había tenido en otros países
latinos como Francia o España” (Cortázar, 1970). En aquel momento Cortázar
ignoraba aún de qué manera Europa recogería su herencia y la de muchos
escritores americanos. Hoy en día, y no sólo en España, cada vez hay más
jóvenes que se interesan por este género y lo practican, cada vez hay más
talleres de escritura orientados al relato, más reuniones literarias cuyo
centro de creación común es el mismo, más y más concursos de cuento. La novela
no se ha visto afectada por esta abrupta fiebre de popularidad del cuento, de
manera que ambos géneros narrativos conviven en el plano creativo. Es en otro
plano, el de las ediciones y las ventas, donde al cuento todavía le queda mucho
por conquistar; de momento, tal y como explica Félix J. Palma (Lanzas, 2002) el
lector de relatos vendría a ser una “rara avis” perteneciente a una minoría
suficientemente educada para disfrutar de ellos y que además no deja dinero a
la industria editorial. Quizás sea un poco aventurado decir esto, pues, como
apunta Roland Barthes, “innumerables son los relatos del mundo”, pero, dado que
existen diferentes tipos de cuentos para todo tipo de lector, esto no parece
ser el problema. Se acercaría más Fernando Iwasaki, periodista y director de la
revista Renacimiento, que aporta una reflexión clave: “lo que no hay es un
marketing del cuento.
A colación de esta reflexión de Iwasaki,
uno podría seguir reflexionando de manera que el problema seguiría ampliándose
y unificándose simultáneamente hasta llegar a plantearnos la propia base de la
sociedad de consumo, incluso de la democracia. No es este el tema que nos ocupa
ahora.
Julio Cortázar hizo una propuesta a la
hora de diferenciar el cuento de la novela. En “Algunos aspectos del cuento”,
trató de definir el éste comparándolo con la novela y ambos a su vez en
analogía con la fotografía y las películas de cine respectivamente. Estas
declaraciones del escritor argentino son muy interesantes, y también es muy
fácil cometer con ellas ciertas injusticias al sacarlas de contexto. Es
necesario realizar un análisis riguroso diciendo en qué aspectos del cuento, la
novela, la fotografía y el cine se fija Cortázar para compararlos. En primer
lugar, la limitación física:
La novela y el cuento se dejan comparar
analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es
en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda
presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo
que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente
esa limitación. (Cortázar, 1970; el subrayado es mío)
Vemos que, según Cortázar, el cuento y la
fotografía parten de la premisa de la limitación, y de la utilización estética
de esa limitación. No se compara la clase, sino el hecho de la limitación. Es
cierto que, por ejemplo, el cortometraje, que también parte de estas premisas
limitativas, se ajustaría más a lo que es el cuento, pero por lo general el
cortometraje suele ser una película de bajo presupuesto, con pocos medios;
¿cuántos directores de cine consagrados han dedicado su creatividad a este
subgénero? En cambio, ejemplos como los de Cortázar, Borges y muchos otros, nos
muestran la evidencia de que el cuento es un género válido en sí mismo, y no un
campo de pruebas para futuros novelistas, al igual que los buenos fotógrafos no
suelen dedicarse a otras artes. Quizás otros géneros de las artes visuales se
acerquen más al cuento; el video-art, por ejemplo. En cualquier caso la
fotografía parece estar lo suficientemente cerca como para dar por buena la
comparación. No ocurre así con la novela. Ambrose Bierce, escritor
norteamericano de relatos fantásticos que vivió entre 1842 y 1913, hace de la
novela1 una mordaz apreciación. En su Diccionario del Diablo la define como
Cuento inflado. Especie de composición que
guarda con la literatura la misma relación que el panorama guarda con el arte.
Como es demasiado larga para leer de un tirón, las impresiones producidas por
sus partes sucesivas son sucesivamente borradas, como en un panorama. La
unidad, la totalidad del efecto, es imposible porque aparte de las escasas
páginas que se leen al final, todo lo que queda en la mente es el simple
argumento de lo ocurrido antes. (Bierce, 1906)
Esto no es lo que ocurre con un
largometraje, aunque Cortázar no se refiere expresamente al largometraje sino
al cine en general. La comparación también es buena, pues se refiere
simplemente al “orden abierto” de novela y cine, aunque quizás hubiera sido más
acertado por su parte especificar el carácter intermitente de acercamiento a la
primera y tal vez a partir de ahí hacer alguna propuesta concreta en el ámbito cinematográfico:
sagas, las series de televisión, telenovelas, etc.
Una vez tratado el problema de la
limitación, veamos qué ocurre con lo que Cortázar denomina “el lado de allá”.
Como se ha dicho antes, fotógrafo y cuentista recortan un fragmento de la realidad,
pero lo hacen de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre
de par en par una realidad mucho más amplia […] proyecta la inteligencia y la
sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria
contenidas en la foto o en el cuento (Cortázar, 1970)
Esa apertura es necesaria para llegar al
“clímax” al que la novela puede llegar por acumulación de elementos parciales.
Vemos que, según Cortázar, el efecto imprescindible del buen cuento es casi el
mismo que el de los buenos poemas. De hecho, el propio autor argentino dice: [el
cuento], ese género de tan difícil definición […], en última instancia tan
secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la
poesía en otra dimensión del tiempo literario (Ibíd.)
Y no es el único que se refirió al
carácter cercano a la poesía del cuento. William Faulkner afirmó que todo
novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación
intenta el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir
novelas.
Es curiosa esta declaración, sobretodo
viniendo de un premio Nobel de Literatura autor de novelas de gran valor. Basta
la lectura aislada de un fragmento, incluso un capítulo de muchas grandes
novelas o cuentos para darnos cuenta de que la poesía no es patrimonio
exclusivo del verso. El mismo Cortázar, en el capítulo siete de Rayuela, hace
gala de la poeticidad de su prosa:
“Toco tu boca, con un dedo toco el borde
de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez
tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y
recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y
te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad
elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no
busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la
que mi mano te dibuja…”
Joan Rendé también sitúa al cuento a medio
camino entre la poesía y la novela. Dice lo siguiente:
Si aceptáramos la aseveración de Ernesto
Sábato que dice ‘la prosa es lo diurno y la poesía la noche: se alimenta de
nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los abismos’, si
estuviéramos de acuerdo con esta definición, entonces tendríamos que situar el
cuento en el preciso centro del atardecer, con toda su belleza efímera y
vacilante, pero con toda rotundidad de conclusiones luminosas, atmosféricas y
sentimentales.
Es, desde luego, arduo hablar de géneros,
tratar de establecer esas líneas serpenteantes entre poesías, cuentos y
novelas. Lo que les une, lo que tienen en común todas ellas -y nadie lo negará-
son las palabras, esos iconos inventados para plasmar el pensamiento y el
sentimiento: la memoria de los seres humanos. Detrás de ellas -unas veces por
el propio valor, acierto o combinación y otras veces también por omisión-
siempre hay algo más: por lo menos, esa parte de pensamiento o de sentimiento
que no pudo plasmar totalmente la palabra. Al igual que el que escribe sus
memorias nunca podrá reflejar todo lo vivido, con cada palabra en particular
pasa lo mismo: siempre hay algo que se escapa. Las palabras se unen tratando de
establecer un corpus que se acerque lo más posible al pensamiento, al
sentimiento. Nace la literatura y con ella la materialización del misterio. La
vida se mira en un espejo de pergamino; no se reconoce y se extraña, sin saber
por qué se extraña pero se queda frente a él y se busca. Es lo que hay detrás
de los buenos poemas, cuentos o novelas; aquello que, al apartar la vista del
libro o de la pantalla, nos hace fijar la vista en el infinito.
Quizás lo apasionante del cuento es que
todos y todas contamos historias, cada día, a nuestros amigos, a nuestros
compañeros, a todo el mundo; pasamos la vida contando cuentos. Algunos escriben
esas historias con maestría y nos hacen partícipes de la parte más profunda del
ser acercándonos a ese patrimonio universal y misterioso que provoca una
inevitable reverencia ante los libros.
Daniel Herrera Cepero (dherrera1977@yahoo.es)
es escritor y teórico de la literatura. Ha escrito tres libros de poesía, una
obra de teatro y el libro de relatos De hechos reales (2003). Desde el 2001
organiza “Sesión de Cuentos”, una reunión mensual de escritores y creadores que
votan un tema cada mes. Luego se reúnen en un café de Madrid para leer,
representar, cantar y mostrar las salidas creativas que cada uno se inventa en
torno al tema propuesto. Para más información véase www.sesiondecuentos.blogspot.com.
Uso y abuso de la adjetivación en la
literatura
Carmen Javaloyes
La literatura emplea todos los medios de
los que dispone el lenguaje para embellecer su discurso y la adjetivación es el
método más empleado para lograr sus fines; sin embargo, un abuso puede provocar
el efecto contrario.
Las especiales características del
adjetivo nos explican por qué.
Ni los gramáticos griegos ni los latinos
consideraron al adjetivo como una categoría independiente. En general, unos lo
incluían dentro de la categoría verbal y otros dentro de la nominal. La más
interesante es la que lo consideraba en la categoría verbal dentro de las
predicaciones del verbo (Gramática de Platón). Esta concepción se basaba en
consideraciones de tipo sintáctico y formal y es lo que conocemos como
predicado nominal.
La consideración del adjetivo como
categoría independiente se da en la Edad Media con los Modistas que ya tratan
al adjetivo con un modo de significación distinto del sustantivo, el único con
categoría nominal (este concepto lo comparten con los estoicos griegos) aquí
influyen las características de tipo morfológico o flexivo. A partir de esta
consideración, se estudiará al adjetivo como categoría propia.
Desde el punto de vista semántico, el adjetivo
puede diferenciarse del sustantivo porque éste “considera” los objetos, es
decir “piensa” los objetos con existencia independiente, mientras que cuando el
hablante considera los objetos con dependencia del significado de otra
categoría, los expresa desde el adjetivo.
Esta consideración semántica es la que
considera Guillaume: El proceso de adjetivación es un proceso de tipo general,
que se acerca al universal semántico, va más allá de la generalización. En este
sentido distingue entre incidencia interna e incidencia externa: el sustantivo
goza de incidencia interna mientras que el adjetivo posee incidencia externa
(es decir, necesita para significar la presencia del sustantivo). Según este
criterio, también el verbo posee incidencia externa, y sin embargo en el verbo
aparece un criterio de tipo temporal, se hace una alusión al tiempo, cosa que
no ocurre ni en el sustantivo ni en el adjetivo.
Otra definición de tipo semántico es la
que dan Amado Alonso y Henríquez Ureña: indican que al sustantivo corresponden
conceptos independientes, mientras que al adjetivo y al verbo corresponden
conceptos dependientes.
Desde el punto de vista formal, el
adjetivo comparte con el sustantivo los formantes constitutivos (género y
número) y facultativos (prefijos, sufijos…). La principal diferencia entre
éstos, se da en el proceso de concordancia al depender el adjetivo del
sustantivo y en el hecho de que el adjetivo admite grados (superlativo,
comparativo…).
El grado es la principal característica
del adjetivo y lo que distingue la simple enunciación de la cualidad frente a
enunciaciones de tipo comparativo o valorativo. En el caso de la literatura, se
trata de expresar valoraciones con interés peyorativo o de exaltación de
características…
Formalmente, los comparativos de
superioridad de tipo sintáctico que se emplean son: más que; de igualdad tan +
adj. + como, igual de + adj. + que, lo mismo de + adj. + que; inferioridad
menos + adj. + que.
El empleo de estas formas con intención
literaria demuestra un conocimiento de la lengua poética tan pobre como un
chiste de Chiquito.
Procedimientos de grado de tipo
morfológico son: los sufijos del superlativo absoluto -ísimo -érrimo (forma
culta) y si añadimos connotaciones de tipo enfático, los prefijos archi- super-
re- requete- que añaden matices sociales: supermolón, archifamoso, remalo,
requetemalo; formas que también debemos desechar a no ser que las empleemos con
la semiótica que implican… Restos de formaciones latinas que van despareciendo
son -ior, -ius.
No todos los adjetivos admiten grados, hay
algunos que indican cualidades o características que no se pueden calificar:
eléctrico =/ más eléctrico, muerto =/ menos muerto, casos que poéticamente sólo
se admiten si poseen significación literaria no errónea: tan muerto como un
gusano Un muerto muy muerto (ironía enfática).
La gramática tradicional ha clasificado
los adjetivos como calificativos y determinativos, y los define funcionalmente
por cómo inciden o modifican al sustantivo.
Los adjetivos calificativos designan
cualidades, en general son los que aportan un contenido semántico nuevo,
mientras que los determinativos designan relaciones, sitúan al sustantivo al
que acompañan con respecto de una serie de referencias lingüísticas (de
espacio, tiempo y persona); su significación es relativa y ocasional. El
epíteto, sin embargo, al tratarse de una repetición, está dentro de la zona de
las atribuciones del sustantivo, por eso se le considera más calificativo que
determinativo. El epíteto (Moreu de la Cruz) es una palabra, no necesariamente
un adjetivo, pero que toma su función, y que se une al sustantivo no para
determinarlo sino para ampliar su significado.
El uso de epítetos en la literatura ha de
ser mesurado: el abuso de determinadas formas puede provocar el efecto
contrario al buscado: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una
cabeza pequeña, pelo bermejo (Quevedo).
Otra categoría de adjetivos que habría que
considerar son los relacionantes, que se caracterizan por servir de puente
entre dos oraciones -referente y antecedente- y que se sitúan entre la oración
principal y la que hace de subordinado. En este tipo incluimos los relativos,
interrogativos y exclamativos, pero no vamos a centrarnos en éstos porque su
uso en literatura, como en la sintaxis, es estrictamente necesario.
La posición del adjetivo es otro tema a
discutir en la literatura. En principio, la gramática tradicional indica que la
posición del adjetivo indica ya de por sí matices de significado. En estas
variaciones de colocación influyen valores de tipo histórico, morfosintácticos,
rítmicos y semánticos.
El adjetivo antepuesto al sustantivo es de
tipo explicativo, insiste en una de las cualidades del sustantivo, precisando y
concretando su significado: refrescante bebida (de las muchas cualidades que
posee esa bebida -dulce, cítrica, de determinado color…- se hace referencia
sólo a una de ellas). Así, el adjetivo antepuesto matiza una de las
características -de las muchas que posee un nombre- mientras que si está
pospuesto esta característica no es esencial sino “accidental”: bebida
refrescante (Bello-Salvà). Este aspecto en literatura es esencial, ya que
implica, con el cambio de orden del adjetivo, toda una serie de matices:
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana.
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
(Zorrilla)
Otros autores dicen que en el español hay
un orden lógico según el cual el complementado precede al complemento:
sustantivo + adjetivo, y toda alteración de ese orden se percibe como una
desviación de tipo estilístico “La humana naturaleza”. Desde el punto de vista
psicológico Hansseny Lenz indica que el adjetivo antepuesto indica un carácter
subjetivo, ya sea moral o estético, y el pospuesto un carácter objetivo de tipo
lógico: un gran emperador; un hombre grande. Esto explica el que determinados
adjetivos antepuestos varíen completamente el significado de una palabra; son
muy populares los juegos de palabras: No es lo mismo un pobre hombre que un
hombre pobre.
La principal diferencia formal entre
sustantivo y adjetivo es que éste no admite artículo y sí admite grado.
Esta diferencia formal hace que en la
mente del hablante-lector se identifiquen como características esenciales todo
lo que sea sustantivo: camisa, mujer, y como características complementarias su
adjetivación: grande, carmesí, y se consideran “extraños del lenguaje” las
alteraciones lógicas del orden, determinar con artículos a los adjetivos,
añadir grados al sustantivo y se les asignen valores estilísticos.
En la lengua coloquial son muy comunes las
metáforas, las metonimias y las comparaciones, y por ende en la literatura:
lleva una camisa tan grande como una plaza de toros; es una mujer carmesí
(pasional).
Esta forma de expresarse que comparten
literatura y habla, influidas mutuamente, provoca frecuentemente el abuso de
esta categoría.
La adjetivación, como hemos visto, es una
categoría gramatical que tiene una función específica: la de complementar al
sustantivo. Su misión en literatura se amplía, como hemos visto, a la de
embellecer el discurso a través de la calificación, o del empleo de epítetos, o
de traslaciones (adjetivación de sustantivos, adverbios, verbos…). El proceso
de traslación por el cual una categoría diferente a la del adjetivo pasa a
desempeñar su función es muy común en la lengua literaria: narcisismo,
mañanísimas. El problema surge, como en todo, con el abuso.
Un mal texto literario es aquel que abusa
de los adjetivos ante la falta de vocabulario: Era un muchacho muy pobre =
paupérrimo; por un empleo equivocado de las palabras: Hicimos un superperiplo
por el barrio chino (ejemplo auténtico); por exceso de adjetivación: Oscura y
turbia noche invernal.
El caso es que la adjetivación en
literatura ha de entenderse como el arte de intensificar la expresión, sin
dejarse llevar por la tentación de sobre adjetivar un texto que ya de por sí,
en la mayoría de los casos, posee ya significado.
El oficio de editar y algunas pistas
para los autores
Mario Muchnik
Cada editor, según su línea editorial,
recibe un número variable de manuscritos. Algunos reciben cientos por mes,
otros decenas y otros alguno que otro. Yo he recibido, a lo largo de los años,
un promedio de tres o cuatro manuscritos por semana, no más. Y cuando digo
“manuscritos” me refiero a manuscritos no solicitados, de esos que llegan por
correo o por mensajero, habitualmente acompañados por una carta del autor con
la que éste pretende ganarse la buena voluntad del editor como lector. Craso
error, desde luego, porque estas cartas, llenas de elogios al editor, quedaban
en mi caso sin leer hasta una vez tomada una decisión con respecto a la obra.
Mi método siempre fue el mismo. Solía
abrir el manuscrito en su primera página y leer en voz alta las primeras
líneas. Luego iba a la última página y leía, siempre en voz alta, las últimas
líneas. Finalmente abría al azar aproximadamente en la mitad, y leía unas
líneas. Si este muestreo no provocaba mi hilaridad o mi indignación -algo muy habitual,
hilaridad o indignación regocijadamente compartidas por mi secretaria-, volvía
a la primera página y la leía entera. Luego a la última. Luego a la mitad del
libro.
El manuscrito que lograba superar este
somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento, era apartado y mi
secretaria me lo mandaba a casa por mensajero, junto con los otros cinco o seis
que habían logrado despertar un interés de la misma índole.
En mi casa, por las tardes, el
procedimiento era exactamente el mismo pero el muestreo ya no era el de un
total de tres páginas sino el de cinco o seis del principio, cinco o seis del
final y cinco o seis del medio. Tal vez uno o dos manuscritos sobrevivieran a
esta criba. Éstos, apartados, eran mi lectura de los siguientes días. Los demás
volvían a la oficina y de ahí a sus autores.
La lectura de los manuscritos así
seleccionados comenzaba, ahora con un lápiz en la mano, después de una pausa
para un café y una serie de meditaciones acerca de la gramática, la sintaxis,
las vocaciones equivocadas y el sentido de la vida en general. Y los peligros
de escribir y los, aún mayores, de editar.
¿Cuáles eran mis criterios? En primer
lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no saben
escribir. Y no me refiero únicamente a ese oído musical imprescindible para que
la prosa “cante”, como puede cantar a veces la poesía. Me refiero sencillamente
al saber usar los verbos, saber conjugar; al saber deletrear y acentuar las
palabras; al tener una noción de la función de los puntos y las comas; en una
palabra, al haber aprendido alguna vez lo que se enseña en las escuelas
primarias. Es sorprendente hasta qué punto escritores de ley presentan
manuscritos que, juzgados sólo por reglas gramaticales, serían rechazados por
maestros de instrucción básica.
En segundo lugar, el contenido de la
primera página. Siempre dije: una novela debe comenzar en la página 1. Es
igualmente sorprendente la cantidad de autores que se sienten en la obligación
de explicar la novela antes de entrar de lleno en ella. Y aunque en una novela
como José y sus hermanos Thomas Mann inflija al lector unas cien páginas de
filosofía antes de poner en marcha la acción, no perdamos la perspectiva y el
sentido de la medida: Thomas Mann, como Lev Tolstói, era capaz de transformar
cien páginas de filosofía en novela mediante el arte consumado de su prosa.
Otros autores no lo son.
Apuntes sobre la literatura policial
Araceli Otamendi
Dijo Raymond Chandler, maestro del género
policial negro: “Enseñadme un hombre o una mujer que no soporte las novelas de
misterio y yo os enseñaré un tonto, un tonto mañoso quizá, pero un tonto al fin
y al cabo”. La literatura policial, tanto los cuentos como las novelas, produce
libros entretenidos. Combatir el aburrimiento tal vez sea uno de los
principales fines de la narración. Habría que tener en cuenta algunas
características, opiniones y la experiencia de algunos autores del género.
A
sangre fría de Truman Capote, hechos reales en la ficción.
A sangre fría narra sucesos reales. El
escritor norteamericano investigó a numerosas personas y realizó entrevistas,
para luego escribir el libro. Acerca de esta novela, el escritor dijo en el
prólogo del libro Música para camaleones: “Yo quería escribir una novela
periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos
reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la
profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía. Sólo en 1959 un
misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema -un oscuro caso de
asesinato en una región aislada de Kansas- y finalmente, en 1966, pude publicar
el resultado: A sangre fría”.
El libro está basado en una historia real;
el asesinato de una familia de granjeros atrapa al lector desde el inicio. La
prosa seductora del autor va armando el rompecabezas mediante una trama que
mantiene el interés permanentemente. El autor profundiza también en la
sicología de los personajes, tanto de las víctimas como de los asesinos,
teniendo siempre en cuenta el ambiente y el desarrollo de la acción. A lo largo
de la lectura, el autor va mostrando la sociedad a la que pertenecen los
personajes mientras se suceden distintos planteos éticos. No se trata de un
crimen perfecto, aquél que jamás se descubre, sino que los asesinos son descubiertos,
enjuiciados y condenados. No se trata de una apología del delito, sino de una
indagación en los hechos, en una búsqueda de la verdad, y, en definitiva, digno
de un escritor de la talla de Capote, de un profundo conocimiento del ser
humano, en una novela narrada con maestría y que se ha convertido en un clásico
del género.
La
novela policial según Jorge Luis Borges
Según Borges la novela policial tiene
fecha de nacimiento: 1841, y su inventor, dice, es Edgar Allan Poe, quien en
ese año escribió Murders in the Rue Morgue (el escritor argentino prefiere
traducirlo como “Los crímenes de la calle morgue” en lugar de “Los asesinatos
en la calle Morgue”). Entre otras cosas, Borges reconoce una virtud en las
novelas policiales, y es que la obra de arte debe tener un principio, un medio
y un fin. En cuanto al futuro de esta clase de literatura Borges dijo que en el
género policial hay mucho de artificio pero que una vez agotadas todas las
posibilidades del género, la novela policial tendría que volver al seno común
de la novela y apuntó hacia algunas obras clásicas: Macbeth de Shakespeare, las
novelas de Dostoievsky, entre ellas Crimen y Castigo. La misión de la novela
policial, dijo Borges, puede ser recordar las virtudes clásicas de la
organización y premeditación de todas las obras literarias.
La
novela policial según Raymond Chandler
El autor norteamericano, maestro del
género negro, distingue diversas clases de adjetivos para las novelas
policiales.
Novela (o cuento) detectivesca, dice,
implica que la historia se refiere principalmente a hechos físicos y
sensoriales, su descubrimiento, organización, elucidación y conversión en una
trama. La mayor parte del género es fraudulenta en algún modo, afirma Chandler,
pero cuando no lo es constituye la forma clásica y puede utilizar con todo
derecho la palabra detectivesca.
Chandler asigna el calificativo de
“misterio” considerándolo un término poco afortunado. Es el término más
genérico, dice, por tratarse del que más incluye y menos excluye. En ese tipo
de narraciones no se trata de buscar al criminal correcto sino de buscar una
razón de ser, un significado para los personajes y las relaciones, qué demonios
pasó, en lugar de quién lo hizo. El énfasis está puesto más en las personas y
no en los hechos. El autor norteamericano diferencia, entonces, a las novelas
de “misterio” de las de “suspense”, porque en éstas puede haber misterio y
quizá un detective, pero forman parte de la presión externa. En estos relatos
siempre hay alguien en apuros, dice Chandler, y la historia se cuenta desde el
punto de vista de esa persona. También está el relato detectivesco inverso, un
crimen detallado y cuidadosamente ejecutado, que requiere un descubrimiento aún
más detallado.
Otro subgénero según Chandler es la
“persecución”, el relato parecido a una novela de espías donde el héroe o la
heroína no tienen más armas que la huida y la ocultación. Las incidencias del
caso constituyen toda la historia.
Por último Chandler habla de la “novela de
crímenes”, donde en una historia hay un asesinato pero eso no la sitúa, afirma,
en la categoría de novela de misterio o detectivesca.
Crímenes
perfectos, antología de textos de Ricardo Piglia
El escritor argentino Ricardo Piglia
realizó esta antología de cuentos de varios autores donde en el prólogo dice:
“El crimen perfecto es la utopía del género policial pero es también su
negación”. Un crimen tan bien ejecutado que jamás se descubre es el horizonte
al que aspiran los textos (o sus lectores) y, sin embargo, sabemos que esa
expectativa será (fatal y resignadamente) frustrada”. Tampoco se trata aquí de
una apología del crimen ya que Piglia afirma: “Habría que hacer una arqueología
de las soluciones extraordinarias que a lo largo de los años los autores de
relatos policiales han inventado para resolver casos que parecían no tener
solución. Ese catálogo de sorpresas a la vez ingenioso e ingenuo permitiría
comprobar hasta qué punto el género viene a resolver un conflicto que la
sociedad no puede resolver porque siempre habrá crímenes sin solución”.
Sin embargo, la narración de estos
crímenes sin resolver no se termina con el relato sino que existe siempre la
posibilidad de que alguien, un futuro investigador, deduzca quién está detrás
del crimen. Así, según Piglia, muchos de los relatos de esta antología podrían
ser el primer paso de un volumen en el que se inventaran historias que empiezan
donde estos textos terminan. La antología reúne los siguientes relatos: “El
tonel de amontillado” de Edgar Allan Poe, “La confesión de Stavroguin” de Fedor
Dostoievsky, “El difunto Mister Elvesham” de H.G. Wells, “Una cama
terriblemente extraña” de Wilkie Collins, “Los asesinos”, de Ernest Hemingway,
“Una rosa para Emily” de William Faulkner, “Señor, Tú que me ves” de Patrick
Quentin, “El problema final”, de Arthur Conan Doyle, “La muerte y la brújula”
de Jorge Luis Borges, “Cuento para tahúres” de Rodolfo Walsh, “A las tres” de
William Irish, “Soborno y Corrupción” de Ruth Rendell, “La heroína” de Patricia
Highsmith, “Crimen premeditado” de Witold Gombrowicz, “La larga historia” de
Juan Carlos Onetti y “El productor Asistente” de Vladimir Nabokov.
Bibliografía
Truman Capote: A sangre fría, Editorial
Sudamericana
Truman Capote: Música para camaleones,
Editorial Emecé
Raymond Chandler: Chandler por sí mismo,
Editorial Debate
Ricardo Piglia: Crímenes perfectos,
Editorial Planeta
Ricardo Piglia: Seminario Borges y el
género policial, Secretaría de Publicaciones del Centro de Estudiantes de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
Nota: La autora es escritora, artista y
periodista. Vive en la ciudad de Buenos Aires. Graduada en la carrera de
Sistemas en la Universidad Tecnológica Nacional. Ha publicado la novela
policial Pájaros debajo de la piel y cerveza, ganadora del Premio Fundación El
libro-Edenor, en el marco de la XX Feria Internacional del libro de Buenos
Aires, en 1994. Como escritora y periodista tiene publicaciones en múltiples
revistas en Argentina y en el extranjero. Ha sido productora y columnista de programas
culturales y Directora de Talleres Literarios de la Sociedad Argentina de
Escritores. Actualmente dirige las revistas web Archivos del Sur y Barco de
papel. (c) Araceli Otamendi
Diferencias entre cuento y novela
Carmen Roig
Para Cortázar, el cuento se relaciona con
la fotografía y la novela con el film. En este sentido, la idea de cuento
implica una sola secuencia; la del film, una sucesión.
Sin embargo, para algunos el cuento es
únicamente una cuestión de extensión. El cuento es una forma corta que va de
100 a 2.000 palabras (en su forma breve) y de 2.000 a 30.000 (en su extensión
media). E. A. Poe decía que el cuento es una lectura que necesita de media hora
a dos horas. Así, la novela tiene un mínimo de 100 páginas. Para otros, el
cuento es la crisis de un asunto y la novela es el desarrollo de una
psicología. Para escribir no hay recetas. Por lo tanto, ambas cosas son
relativas, pero a veces resultan cómodas. No olvidar que los géneros se pueden
transgredir.
Si bien la novela se estructura también
como el cuento en exposición, nudo y desenlace, estas tres partes suelen tener
una extensión aproximadamente igual, mientras que en el cuento existe una
preponderancia de un solo nudo o núcleo alrededor del cual gira la historia.
En cuanto a las técnicas narrativas, se
pueden aplicar las mismas en ambos casos, pero dosificadas de distinta manera.
Veámoslo:
1) Las descripciones en una novela pueden
ocupar muchas páginas. En un cuento son parte del argumento y ocupan la
extensión mínima imprescindible.
2) El diálogo en la novela nos da a
conocer los personajes, a veces totalmente. En el cuento, está subordinado a la
trama del acontecimiento principal y no es un mecanismo independiente.
3) El tratamiento del tiempo en la novela
puede ser extenso. En el cuento, está determinado por su reducida extensión.
Precisamente en dichos límites está la fuerza del buen cuento.
4) El personaje en la novela puede ser el
elemento fundamental, y su presentación ser tan o más importante que la acción,
según de qué novela se trate. El personaje en el cuento está supeditado, al
igual que todos los aspectos más arriba enunciados, a la trama y al acontecer.
La
trama es imprescindible
La trama puede ser más o menos simple, más
o menos compleja, pero no puede faltar en un cuento. Lo que hace el cuentista
es elegir un hecho: un escándalo, una traición, un homicidio, una
incongruencia, un idilio, un lapsus, un desvío; y lo organiza en un cuento.
Para ello, combina la idea inicial, o punto de partida, con otros incidentes
sucedidos o inventados en función de esa trama que, en realidad, es el cuento
mismo.
El estilo de un escritor se descubre
también por la forma en que trama sus argumentos. En este sentido, “La noche
boca arriba”, de J. Cortázar y “El Sur”, de J. L. Borges, podrían ser resumidos
igual: como la historia de alguien que sueña a otro y al mismo tiempo no sabe
si el otro lo está soñando a él. Muchos más cuentos podrían sintetizarse con
estas palabras, incluso aquél cuento chino tan conocido de hace veintitrés
siglos:
“Hace muchas noches fui una mariposa que
revoloteaba contenta de su suerte. Después me desperté, y era Chuang-Tzu. Pero
¿soy en verdad el filósofo Chuang-Tzu que recuerda haber soñado que fue una
mariposa o soy una mariposa que sueña ahora que es el filósofo Chuang-Tzu?”
Por lo tanto, importa más cómo se trame el
argumento que el argumento mismo.
Recapitulando:
La “acción” es lo que ocurre en un cuento.
La “trama” es cómo se distribuyen y
relacionan dichas acciones.
Esquema
de la trama
Tramar es tejer una red. Los hilos de la
red son los hechos, lo que sucede en el cuento. Tramar es decidir cómo se
organizará dicho tejido para lograr un efecto. Los estudios desarrollados en
torno a los cuentos tradicionales han establecido una serie de puntos
esenciales de la trama, basados en la estructura de los cuentos de hadas, y que
se pueden resumir así:
-El “protagonista”: inicia la acción y es
el hilo conductor del juego.
-El “antagonista”: representa el obstáculo
necesario para generar el conflicto y llegar al clímax.
-El “objeto”: lo deseado o lo temido.
Lo
singular del cuento
El cuento moderno responde a la
singularidad. Cada uno de sus aspectos, tanto la anécdota como su tratamiento,
es una invención exclusiva de su autor. En este sentido, se puede decir que hay
tantos cuentos como autores.
Hasta el Renacimiento, en cambio, la
originalidad narrativa radicaba en la novedosa reelaboración de anécdotas
tradicionales: se derivaban cuentos de las vertientes folklóricas u orales. La
repetición de temas conocidos por el público era uno de los elementos más
apreciados en este tipo de narraciones.
El cuento tradicional se organiza
principalmente en el plano de la anécdota, como un encadenamiento de acciones.
Admite dos variedades:
1) la maravillosa: expone sucesos fabulosos
y sobrenaturales; repertorios populares, historias milagrosas, como en “La
leyenda áurea”, por ejemplo, o en los cuentos de hadas;
2) la realista: expone sucesos verosímiles
y cotidianos, a menudo tratados con comicidad, como en los cuentos de Boccaccio
y Chaucer.
El cuento moderno se preocupa más por
“cómo se cuenta” que por “qué se cuenta”. Ha disminuido la utilización de
anécdotas con principio, medio y final. Ganó terreno lo ambiguo, el fragmento
cargado de sentido y la exploración psicológica.
-El cuento ha pasado de valorar lo dicho a
valorar lo no dicho.
Personalmente notamos con asombro el
rechazo que manifiestan algunas personas acerca de obras que cuentan hechos
conocidos. Recuerdo, por ejemplo, a una persona que se negó a ver la película
Titanic, porque ya se sabía que, al final, el barco se hundía… Quien haga la
experiencia de rever una película o una obra de teatro, o releer una obra,
comprenderá, no sólo el placer que ello implica sino cuánto realmente se
aprende y se disfruta de todos aquellos detalles que, en un primer
acercamiento, se nos pasaron por alto.
Me llama la atención comprobar que, con la
música, no suele suceder lo mismo. Se suele escuchar decenas de veces una
canción o una obra que ya se conoce, para disfrutar nuevamente del placer que
nos produce. En cambio he oído comentarios despreciativos o la negativa a leer
un cuento o una novela, “porque ya se sabe en qué va a terminar”…
Lo
no dicho
En el cuento contemporáneo lo que en sí
mismo resulta intrascendente o mínimo adquirió la fuerza de una revelación: el
nudo del cuento. Los detalles que aislados no cuentan, crecen y se imponen al
concentrar el drama o la obsesión del protagonista. La situación mínima,
corriente y reiterada de cada día adquiere relieve si el contexto es otro.
Buenos ejemplos de esto son:
1) La desaparición de un abrigo
perteneciente a un oscuro funcionario de la administración pública, en “El
capote”, de Gogol.
2) El alejamiento de un individuo que
abandona a su familia para observar qué ocurre en su ausencia, en “Wakefield”,
de Hawthorne.
3) Situaciones cómicas minúsculas, con
muchos cuentos de Chéjov.
4) El recuerdo ocasional, en “Los
muertos”, de Joyce.
5) La obsesiva inercia de un personaje del
montón, en “Bartleby, el escribiente”, de Melville.
Hay muchos ejemplos más acerca de cómo,
mediante enunciados aparentemente fragmentarios y con historias indirectas, se
trata de penetrar en una segunda realidad. Para muchos buenos escritores,
escribir cuentos es un modo de hacer aparecer algo que estaba oculto. De ese
modo nos hacen ver una verdad que se mantiene oculta hasta el final del cuento
y aparece -gracias a la trama- en la forma de revelación. Los cuentos de Kafka,
de Borges, de Chéjov, de Hemingway, así lo demuestran.
Cada uno lo consigue a su manera. Veámoslo
con un ejemplo: en uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta
anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su
casa y se suicida”.
¿Cómo lo hubiera narrado Hemingway?
Hubiera narrado con detenimiento el
casino, la mesa de juego, los movimientos del jugador, su modo de apostar, lo
que hace, lo que bebe, pero no hubiera hablado de su estado anímico, de que ese
hombre se va a suicidar.
O sea: cuenta una realidad mientras
insinúa otra no dicha, pero tanto o más significativa.
Recomendamos que, en la medida de lo
posible, se lean y analicen los cuentos y autores que mencionamos a lo largo de
nuestras notas. Un escritor no puede serlo (o será muy mediocre) si no es un
buen lector.
Cómo se escribe una novela negra
Mariano Sánchez Soler
Aunque, como autor, he reflexionado poco
sobre el acto creativo y sobre la técnica narrativa que utilizo al escribir mis
novelas, me veo en la obligación, debido a las intensas pesquisas realizadas
desde la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de mostrar la flor de mi
secreto: cómo se escribe una novela negra. Bien, la suerte está echada. Como
dijo Jack el Destripador: «Vayamos por partes».
1. La búsqueda de la verdad. Si el
objetivo de cualquier aventura, de cualquier creación artística, es la búsqueda
de la verdad (y si no, que se lo pregunten a Alonso Quijano), la novela negra
es la expresión más nítida de esta indagación literaria. Su objeto narrativo
nace de la necesidad de desvelar un hecho oculto/misterioso que nos mantiene
sobre ascuas. A través de sus páginas, el autor se propone, además, desentrañar
el impulso escondido que mueve a los personajes y que justifica la existencia
del relato desde el principio al fin.
2. La intriga: del quién al cómo. Una
novela negra debe escribirse con esa voluntad de intriga, de revelación; cada
capítulo, cada página, tiene que conducir al lector hasta la conclusión final
sin concederle el más mínimo respiro. Sin embargo, a diferencia de la novela
rompecabezas clásica (Christie, Conan Doyle…), que cimentó la gloria de la
novela policíaca desde los inicios de la era industrial, en la novela negra
escrita a partir de Hammett, con la corriente hard-boiled (duro y en
ebullición), tanto o más importante que saber quién o quiénes cometieron un
hecho criminal es descubrir cómo se llega hasta la conclusión. Ahí está Cosecha
roja, del gran Dashiell, cualquiera de las novelas de Chandler o el Chester
Himes de Un ciego con una pistola como ejemplos del cómo. También es importante
el por qué, aunque su respuesta puede resultar secundaria en una sociedad como
la nuestra, en la que, como todo el mundo sabe, es más rentable fundar un banco
que atracarlo.
3. La acción esencial. Si en la definición
clásica de Stendhal «una novela es un espejo a lo largo de un camino», la
novela negra es una narración itinerante que describe ambientes y personajes
variopintos mientras se persigue el fin, la investigación, la búsqueda. La
acción manda sobre los monólogos interiores, y la prosa, cargada de verbos de
movimiento, se hace imagen dinámica y emocionante. Es un camino urbano, ajeno a
las miradas primarias y a las mentes bien pensantes, donde la creación de
personajes y la descripción de ambientes resulta fundamental y exige al autor
una planificación previa a la escritura. Aquí radica uno de los rasgos
esenciales de la novela negra, que la convierte, de este modo, en novela
urbana, social y realista por antonomasia.
4. El argumento. Veamos: aventura
indagatoria, intriga, realismo, crítica social, espejo en movimiento… Sin
embargo, como diría Oscar Wilde, para escribir una novela (negra) sólo se
precisan dos condiciones: tener una historia (criminal) que contar y contarla
bien. ¿Y qué debemos hacer para conseguirlo? Antes de empezar a escribir, es
preciso tener un argumento desarrollado, una trama en ciernes, un esquema
básico de la acción por la que vamos a transitar. Saber qué historia queremos
contar: su tema central. Después, al correr de las páginas, los acontecimiento
marcarán sus propios caminos, a veces imprevisibles, pero el autor siempre
sabrá hacia dónde dirige su relato. Un buen mapa ayuda a no perderse.
5. Lo accesorio no existe. La voluntad de
contar una historia y atrapar con ella al lector permite pocas florituras y
ningún titubeo. Toda la narración ha de estar en función de la historia que
pretendemos escribir. Si leemos 1280 almas, de Jim Thompson, por ejemplo,
descubrimos que el novelista escribió una historia exacta, ajustada, sin ningún
pasaje prescindible. No en vano, es una obra maestra de la narrativa moderna.
Es cierto: una novela criminal puede contener todo tipo de elementos
disgregadores de la trama, divagaciones caprichosas, puede cambiar de espejo a
lo largo del camino; pero entonces no nos encontraremos ante una novela negra,
aunque se mueva alrededor de la resolución de un crimen o se describa un
proceso judicial. En la novela negra, como en la poesía, lo accesorio no
existe. Un poema puede ser bellísimo, pero si quiere llamarse soneto tendrá que
escribirse, como mínimo, en endecasílabos. Es una regla fundamental del juego.
Lo mismo ocurre con la novela negra: hay que elaborarla en función de unas
reglas (que aquí estoy disparando a quemarropa) aceptadas a priori por el
autor. Y para que sea buena literatura, hay que escribirla bien.
6. La construcción de los personajes.
Cuestión clave: antes de comenzar a escribir, conviene saberlo todo sobre
ellos. Su pasado, su psicología, su visión del mundo y de la vida… Si conocemos
a los personajes principales (y muy especialmente al narrador o conductor de la
historia, si es uno), el relato discurrirá fácilmente, se deslizará a través de
las páginas como el jabón sobre una superficie de mármol y el lector no podrá
abandonar el libro hasta el párrafo final. Para ello se aconseja realizar una
biografía resumida de los personajes principales, como si se tratara de una
ficha policial o un currículum para obtener trabajos basura, dos instrumentos
de la vida real muy útiles en la creación literaria.
7. La fuerza de los diálogos. Cuando
hablan, los personajes deben utilizar la jerga precisa, sin abusar, con
palabras claves, pero sin caer en un lenguaje incomprensible y cambiante. Vale
la pena utilizar de manera comedida palabras profesionales. Por ejemplo, si
habla un policía, cuando vigila a un sospechoso está marcándole; un confidente
es un confite; cuando matan a alguien, le dan matarile… Cada diálogo cuenta una
historia, y muchos personajes que desfilan por la novela negra se muestran a sí
mismos a través de sus palabras. El diálogo es un vehículo para mostrar su
psicología y sus fantasmas. Un ejemplo clásico: Marlowe, en El sueño eterno, se
disculpa ante la secretaria de Brody, a la que ha golpeado:
-¿Le he hecho daño en la cabeza? -pregunta
el detective.
-Usted y todos los hombres con los que me
he tropezado -contesta la mujer.
8. Documentarse para ser verosímil. Para
que el lector se crea el relato que se está contando, el autor debe
documentarse con el objetivo de no caer en mimetismos fáciles (especialmente
cinematográficos). Por ejemplo, en España los jueces no usan el mazo, como los
anglosajones, sino una campanita; los detectives españoles no investigan casos
de homicidio ni llevan pistola (salvo rarísimas excepciones). Hay que conocer
las cuestiones de procedimiento, no para convertir la novela en un manual, sino
para no caer en errores de bulto. La verosimilitud lo exige para que el lector
se crea nuestra historia. Hay que saber de qué se está hablando. Por ejemplo,
de qué marca y calibre es la pistola reglamentaria de la policía española, ¿una
pistola es lo mismo que un revólver?, cómo se realiza en España un
levantamiento de cadáver…, y tantas otras dudas que surgen a lo largo de la
acción.
9. El mundo del crimen. Si la trama que
mueve una novela negra ha de ser creíble, los métodos del crimen también. La
conclusión de un hecho criminal ha de llegar por los caminos de la razón. En el
siglo XXI, los enigmas rocambolescos, los venenos exóticos y las conspiraciones
insólitas han sido reemplazados por la corrupción institucional, las mafias,
los delitos económicos vestidos de ingeniería financiera o el crimen de Estado.
Vivimos en una era post-industrial donde la novela negra es un testigo
descarnado de las cloacas que mueven el mundo, más allá del agente moralizador
de la burguesía que campaba en las páginas de las novelas-enigma tradicionales.
Los tiempos han cambiado y no hay retorno posible. El realismo y la denuncia
imponen su rostro literario. Los mejores personajes de la novela negra actual
son malas personas, pero, como diría Orwell, algunas son más malas que otras.
Y 10. Advertencia final: nada de trucos.
Poe, en “El doble crimen de la calle Morge”, inauguró el género policíaco y el
género negro posterior al crack de 1929, porque, al escribir esta historia,
planteó al lector el juego de descubrir una verdad, en apariencia sobrenatural,
con las armas de la razón, a través de una investigación detectivesca. Esa
voluntad del novelista, esta complicidad con el lector, exige al escritor no
hacer trampas en la construcción de sus historias criminales y plantea, al
mismo tiempo, una relación privilegiada con el receptor de sus novelas.
Divertir, entretener, emocionar, escribir para ser leído… ¿No es este el
objetivo de la Literatura? Hay que jugar limpio con el lector. ¡Las manos
quietas o disparo! Para freír un huevo, es preciso romper la cáscara. Siempre.
Recuperar la palabra
Marta Sanuy
Los talleres de escritura están
proliferando en los últimos años y es interesante preguntarse por qué motivo.
Mientras otras disciplinas artísticas cuentan con una larga tradición educativa
-los talleres de pintura, de escultura o las escuelas de cine son habituales y
para los que ejercen estas tareas no es un desdoro declarar que han acudido a
sus aulas- los talleres de escritura suscitan, quizá por su relativa juventud,
cierto escepticismo.
La relación entre lectores y escritores
está marcada por el alejamiento. Los escritores trabajan, no lo olvidemos, con
la materia prima que más común nos resulta a todos: el lenguaje, y su trabajo
consiste en la actividad más habitual en nuestras vidas: contar. Quizá por eso
el lector que se siente sorprendido por una obra -sorprender es una de las
metas de quien cuenta- piensa cuando termina de leerla y de un modo casi
automático: “Yo no sería capaz”, “esto nunca se me hubiese ocurrido a mí”, sin
pararse a pensar que tampoco el autor escribe sus obras de un tranco y a la
velocidad de la lectura.
La imagen del escritor se distancia del
lector por varios motivos, el autodidactismo es uno de ellos, sus maestros no
son de carne y hueso sino de papel, y aquí aparece la primera misión de un
taller literario -que no se diferencia de la que siempre se ha utilizado en una
buena academia de pintura- trazar una ruta de lecturas que muestre los secretos
técnicos de quienes le precedieron. Porque quien escribe cuenta, como
patrimonio, con una tradición literaria que le conviene conocer bien; resulta
tan chocante la imagen de un escritor que no lee como la de un galeno que nos
viene a descubrir las vacunas.
Otro de los males románticos que aquejan a
la figura del escritor es la idea de “la inspiración” como fuente de la
escritura. De ahí se derivan problemas terribles como el pánico ante la página
en blanco. La finalidad principal de los talleres de escritura es derribar ese
concepto mítico. Inventar fórmulas para liberar al escritor de la tiranía de la
inspiración fue uno de los principales propósitos de Perec, Calvino, Russel o
Queneau. En los talleres de escritura debe desaparecer el “no se me ocurre
nada”, puesto que se estructura el trabajo a partir de propuestas concretas y
se invierte la fórmula partiendo siempre del “¿qué se te ocurre sobre….?”
Y después, claro, está la técnica. Los
talleres deben trabajar sobre los textos de cada alumno. Anotar cada texto da
estupendos resultados, observables, porque a las pocas semanas cada cual se ha
librado de esos pequeños complejos concretos que tanto paralizan.
Pero la pregunta que planteábamos al
principio era ¿por qué están proliferando los talleres de escritura? La
respuesta es obvia: se escribe más, desapareció la correspondencia pero
apareció internet. La comunicación escrita está volviendo a pertenecernos a
todos.